Historia

Las tres casas mágicas de un poeta maldito

Pablo Neruda, genio de las letras y figura controvertida, creó un mundo propio lleno de imaginación en sus tres residencias

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El 1939 Neruda compró una pequeña casa de pescadores en una cala tranquila a menos de dos horas de Santiago. Y con el tiempo la convirtió en una casa con cuatro habitaciones, todas con ventanales y vistas al mar. La tumba de Neruda es en esta casa en la zona de Isla Negra, un edificio lleno de referencias marítimas, como los mascarones de proa que compraba por medio planeta. O las barcas que situó al exterior.

Hace cincuenta años que recibió el premio Nobel de literatura, en 1971, pero las olas de la historia siguen sin dejar dormir tranquilo a Pablo Neruda. Sus tres casas, gestionadas por la fundación que protege su legado desde el año 1992, tampoco han encontrado la paz desde entonces. La casa de Valparaíso ha sufrido dos incendios graves, en la de Isla Negra aparecieron pintadas fascistas y la pandemia ha dejado la Fundación Neruda, que no recibe dinero del estado chileno, casi sin recursos para cuidar estos tres tesoros culturales. “El 80% de los ingresos de la fundación provenían de las casas, donde podíamos tener 350.000 visitas cada año. Ha sido un golpe fuerte”, admite su director, Fernando Sáez.

En la tercera casa del poeta, la de Santiago de Chile, en los últimos años se han hecho grafitis feministas para recordar que Neruda era capaz de crear las poesías de amor y las canciones desesperadas más preciosas, pero también de cometer abusos sexuales. Porque una cosa era lo que escribía y otra muy diferente era cómo vivía. Tanto en las paredes de las ciudades chilenas como en los hemisferios políticos hoy se debate sobre si hay que poner el nombre de Neruda, un abusador, en recintos públicos como por ejemplo el aeropuerto de Santiago.

Isla Negra

Los colectivos feministas hicieron bien de llenar de mensajes los muros que te encuentras cuando te acercas a la casa de Santiago. Así no caes en la trampa del poeta, seductor cruel. Si Neruda hubiera sido un marido y un padre ejemplar, quizás sería la casa más bonita del mundo, porque la dedicó a su tercera mujer, Matilde Urrutia, llenándola con sus iniciales. La casa tiene un nombre mágico, La Chascona, una palabra que en lengua quechua define a una mujer despeinada. Y él, cariñosamente, llamaba Chascona a Matilde, la mujer que lo cuidaría en los últimos años de su vida. Pero las pintadas nos recuerdan que en su libro de memorias Confieso que he vivido, el propio Neruda explicaba cómo de joven había forzado a una muchacha a tener sexo: “Fue el encuentro de un hombre con una estatua. Se quedó todo el rato con los ojos abiertos, impasible. Hacía bien despreciándome”. El poeta que quería cambiar el mundo políticamente con el puño alzado, el gigante que dio a miles de amantes los mejores versos para hablar de amor, también era un monstruo que abandonó a su hija pequeña cuando nació con una enfermedad que le hacía la cabeza más grande. La definía como “una vampiresa de tres kilos”. Su poesía, tan bonita, nunca fue tan cruel. En lugar de mimar a la criatura, buscaba la manera más original de ningunearla.

En un país donde las protestas sociales de los últimos años han hecho que todo se replantee, las tres casas del poeta son tres heridas extrañas, bonitas y dolorosas. Menos mal de las pintadas, porque son edificios tan mágicos que sales construyendo castillos en el aire, imaginando cómo debían de ser las fiestas que se hacían ahí, admirando a un poeta capaz de gestos tan románticos como bautizar la casa de Santiago pensando en Matilde. Y no se trata de elevar al altar a un hombre que engañó a todas sus parejas. Neruda descubrió el terreno donde levantaría La Chascona en el barrio de Bellavista, en el cerro de San Cristóbal de Santiago, paseando a escondidas con Urrutia cuando eran amantes, en 1953. Era un descampado lleno de matorrales con un pequeño riachuelo que entusiasmó a la pareja, que quedaría “eclipsada” por la música del agua, según recordaría ella. El proyecto de la casa lo encargaron a un arquitecto catalán, Germán Rodríguez Arias, que, viendo aquel terreno en pendiente, la proyectó con vistas a la ciudad. Neruda le cambiaría el plan, porque quería vistas a la cumbre del cerro. Rodríguez Arias acabaría explicando que la casa era más diseño de Neruda que suyo, porque el poeta cambió un montón de cosas de una casa en la que Urrutia vivió sola un año entero, cuando Neruda todavía estaba con su segunda mujer, Delia del Carril, en un apartamento en el centro de la ciudad que había bautizado como Michoacán. El pintor mexicano Diego Rivera visitó la casa cuando los amantes hacían fiestas a escondidas, y dibujó un retrato de Urrutia donde el perfil de Neruda medio aparece entre el pelo despeinado de la Chascona, Matilde. Neruda se divorció de Delia en 1955 y se trasladó a vivir a la casa nueva, que ampliaría poco a poco creando siempre espacios íntimos, alejado de la obsesión de los ricos de la época de tener habitaciones gigantes. La Chascona fue profanada por las botas militares en 1973, durante el golpe de estado contra Salvador Allende. Neruda, enfermo de cáncer de próstata, murió doce días después del ascenso al poder de Pinochet. Matilde Urrutia ordenó que el velatorio de su cuerpo se hiciera en La Chascona, entre los cristales rotos y los libros pisados por los militares. El cuerpo se tuvo que poner encima de dos maderas, porque ese riachuelo que los había enamorado había inundado la casa después de quedar atascado por los objetos rotos por los uniformados. Ese funeral fue la primera muestra de resistencia contra Pinochet. Silenciosa pero valiente. Urrutia arregló después la casa, donde vivió hasta su muerte, en 1985.

Neruda siempre pasaba la noche de Fin de Año en su casa de Valparaíso, un curioso edificio que recuerda la forma de un barco con vistas al océano Pacífico. Construida por el diseñador español Sebastián Collado, fue comprada por el poeta en 1959 e hizo muchas obras para adaptarla a su gusto.

Una casita de pescadores

La primera de las tres casas del poeta fue la Isla Negra, situada en El Quisco, una pequeña población de la costa actualmente a menos de dos horas en coche de Santiago. En 1937 Neruda volvió de un largo viaje por Europa y buscaba un refugio para acabar su proyecto de Canto general. Recorriendo la costa conoció a un marinero español, Eladio Sobrino, que lo acompañó a caballo hasta una casita que tenía en un paraje llamado Las Gaviotas. Neruda se enamoró de la zona: le compró la casa y la rebautizó como Isla Negra por el color de las rocas. Como haría Dalí en Cadaqués, Neruda fue ampliando la modesta casa de pescadores hasta convertirse en una especie de barco atrapado en la costa, con las cuatro salas -una torre, una biblioteca, una sala de estar y un ático- orientadas al mar, como si la casa estuviera preparada para salir a navegar. Las primeras obras, por cierto, también las hizo el catalán Germán Rodríguez Arias de 1943 a 1945, operaciones muy complicadas porque entonces no había ni carretera y había que llevarlo todo con carruajes tirados por bueyes. Neruda escribiría casi toda su obra aquí, en su refugio alejado de las ciudades, donde podía ver cómo las olas chocaban contra las rocas sin levantarse de la cama. “El océano Pacífico se salía del mapa. No había dónde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana”, escribiría. Con un catalejo comprado a un anticuario, soñaba con ser un pirata mirando el horizonte en pijama. El instrumento todavía está en la mesilla de noche. La casa está llena de objetos curiosos, como decenas de botellas de cristal que guardan objetos dentro, máscaras tribales y un montón de estatuillas de demonios que compró en uno de sus viajes a México.

Bautizada como La Chascona, la palabra en lengua quechua para definir a una persona despeinada, la casa de Neruda en Santiago fue proyectada por el arquitecto catalán Germán Rodríguez Arias, aunque el poeta hizo suyo el proyecto. En las imágenes, una puerta en el jardín de la casa y el bar, lleno de objetos comprados por Neruda.
La Chascona.

La última casa que Neruda compró fue donde decidió que pasaría siempre la noche de Fin de Año. La Sebastiana de Valparaíso, la preciosa ciudad donde por los cerros hay barrios de casas de madera. La casa tenía que ser el último refugio del diseñador español Sebastián Collado, pero murió cuando la tenía a medias en 1949. Sara Vial y Marie Martner, amigas del poeta, habían recibido en 1959 el encargo de buscarle una casa en Valparaíso, donde Neruda quería huir de vez en cuando, harto de Santiago. Y encontraron esta casa, que sería inaugurada después de muchas obras con una gran fiesta en 1961. La casa está presidida por una gran imagen del norteamericano Walt Whitman. “¿Es su padre?”, preguntaría uno de los obreros a Neruda. “En la poesía, sí”, le respondió. La Sebastiana son cuatro pisos que se sobreponen, el uno sobre el otro, como si fueran los cerros de Valparaíso, ofreciendo unas vistas impresionantes sobre el mar. Una casa sin lógica, con escaleras imposibles y una chimenea de piedra muy grande. Cada objeto nos habla de un hombre con un talento tan grande como su cuerpo. En las tres casas, las habitaciones a veces parecen la sala de un anticuario, con objetos comprados por medio planeta, como las colecciones de postales, una sopera en forma de vaca, platos de cerámica donde aparecen dibujados globo aerostáticos, decenas de mapas antiguos, insectos disecados y una de sus pasiones, los mascarones de proa. El mar, siempre el mar.

Ese mar ante el que sería enterrado en 1992 en Isla Negra, después de casi dos décadas en un nicho de Santiago porque el régimen de Pinochet no quería un homenaje multitudinario a un poeta ninguneado por sus ideas comunistas. La última voluntad de Neruda finalmente se cumplió, tal como él había dejado escrito: “Compañeros, enterradme en Isla Negra, frente al mar que conozco, a cada área rugosa de piedras y de olas que mis ojos perdidos no volverán a ver…”

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