El reloj instalado en el hemiciclo del Congreso de Diputados, en Madrid.
18/09/2023
3 min

La simple posibilidad, muy lejos aún de concretarse, de una amnistía vinculada al Procés está sacando a la luz todo tipo de reacciones furibundas entre determinados actores de la escena española. La enfurecida salida de tono de nuestro pequeño Donald Trump, de nombre J.M. Aznar, es el episodio más reciente de estas reacciones viscerales y agresivas.

Los nervios histéricos de algunos personajes y poderes ante una hipotética amnistía no deberían sorprendernos, porque no son nuevos en ningún caso. De hecho, son los mismos que vivimos cuando se tramitó y aprobó el Estatut de Catalunya, momento elegido por algunos para organizar recogidas de firmas por toda la geografía ibérica al grito del grave peligro de “destrucción nacional” y de disolución de España. Nada nuevo en el horizonte.

Deberíamos, sin embargo, no menospreciar este griterío. Lo que se pretende es crear un clima irrespirable que liquide cualquier opción de sacar adelante la amnistía. Saben, porque así es, que la amnistía no equivale a un perdón, a diferencia de los indultos. La amnistía representa el reconocimiento de facto de que los hechos y decisiones vinculados al proceso soberanista tenían una naturaleza política, y de ninguna manera delictiva. En ese sentido, supone poner el contador a cero. Si se aprobara como es debido, significaría volver a la casilla de salida de 2012, cuando con una sólida mayoría nuestro Parlament planteó una negociación seria con el Estado en torno al concepto del derecho a decidir. Como casi siempre, el portazo y el desprecio fueron sonoros.

Ante el desafío democrático planteado por el soberanismo catalán, el Estado eligió el camino fácil y habitual: considerarlo como una operación criminal diseñada por las mentes delirantes de unos golpistas insolidarios. De forma progresiva, se puso en acción el aparato de la represión que hemos vivido y sufrido en los últimos años, y que todavía dura. A ojos de quienes no quieren salir de este esquema, una amnistía equivaldría a una derrota humillante y a una genuflexión insoportable.

Aznar llama a un levantamiento para evitar la posibilidad de una amnistía, porque sabe que si se aprobara sería volver a la casilla de salida. Es decir, sería el reconocimiento de que, en su raíz más profunda, el pulso que existe entre las instituciones catalanas y el estado español responde a un conflicto de orden constitucional, y que como tal debería haber sido tratado desde el principio. En efecto, si el Parlamento catalán tiene, desde el año 2015, una mayoría independentista, significa que una parte muy relevante de la sociedad catalana da por obsoleta o superada la Constitución, al menos en su vertiente de configuración territorial.

¿Cómo se aborda un conflicto constitucional entre territorios o realidades políticas nacionales? Se me ocurren tres vías posibles: la ideal, que en España parece inimaginable, sería plantear una reforma constitucional para dar respuesta a la reclamación catalana. La real, la que sigue vigente, ha consistido en castigar, espiar, golpear y reprimir. Y la vía intermedia, la que se puede intentar ahora aprovechando la arquitectura parlamentaria, consistiría en buscar soluciones que sin satisfacer plenamente a ambas partes permitieran reducir el conflicto sin darlo por resuelto. Queda, por supuesto, otra vía: la unilateralidad. Esto, sin embargo, es harina de otro costal y algún día merecería una reflexión serena y objetiva, más allá de los titulares a favor o en contra.

La prueba del nueve de las próximas semanas será la capacidad de resistencia de los socialistas ante el fuego cruzado que habrá para abortar la amnistía. El clima para atascar cualquier intento de poner el contador a cero será irrespirable. El partido socialista sabe que sin amnistía no habrá investidura, pero también sabe que solo con la amnistía tampoco la habrá. La ecuación se presenta difícil pero no imposible.

En mi opinión, los partidos independentistas no deben buscar la repetición electoral, pero deben asumir que se puede dar para no perder fuerza de negociación. Unas nuevas elecciones no son el escenario ni conveniente ni deseable, pero tampoco pueden convertirse en la excusa para no encarar los retos con valentía. La misión de los soberanistas no consiste en detener a la derecha para salvar a la izquierda, sino en construir una salida digna para Catalunya que dé sentido y continuidad a los anhelos de libertad. Dentro del independentismo no se dan hoy las condiciones para llegar hasta el final, para dar el paso definitivo. Mucha represión y demasiados errores propios lo impiden. Hay que rehacer estas condiciones internas, y ya se ve que no será fácil ni rápido.

Y, sin embargo, la partida está abierta. Las cartas son buenas. Hará falta un poco de suerte y mucho acierto.

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