La estrategia de la derecha española de judicializar la política, o del lawfare, ha llegado a su punto más estridente hasta ahora: el Tribunal Supremo ha citado al fiscal general del Estado, y le cita como investigado El magistrado del Supremo Ángel Hurtado considera que el fiscal general, Álvaro García Ortiz, es sospechoso de 'un posible delito de revelación de secretos. Si así fuera se trataría de un hecho gravísimo, pero tal vez conviene tener en cuenta que, a lo largo de su trayectoria, Hurtado se ha significado en varias ocasiones como un juez afín al Partido Popular: tan pronto desvincula al PP de la trama Gürtel, como ordena la paralización de exhumaciones de fosas comunes de víctimas del franquismo, como exculpa a un miembro de las Nuevas Generaciones peperas que había insultado a Pilar Manjón, presidenta de las víctimas del 11-S. que nos ocupa, Hurtado ha validado judicialmente las bravatas de la mano derecha de Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez, que ya había amenazado a García Ortiz en las redes.
El solo hecho de que el Tribunal Supremo de un país investigue al fiscal general de ese mismo país es insólito. Constituye una crisis institucional peligrosa y de consecuencias inciertas, como toda esa sustitución de los mecanismos de la política por los de los tribunales. Es aún más sorprendente cuando el desencadenante de la investigación contra el fiscal es el expediente judicial de un personaje, Alberto González Amador, que es la pareja de la susodicha Ayuso y que ya ha reconocido (el 2 de febrero del pasado año , y por escrito) haber delinquido como defraudador fiscal. Todo esto se complica con un espeso e infumable rosario de declaraciones y contradeclaraciones, así como de demandas y querellas cruzadas, entre personas de los entornos del PP y del PSOE. Como corolario de todo ello, permite a Ayuso presentarse, con una barra espectacular, como víctima de una "persecución de estado", una cacería personal y despiadada contra ella y sus allegados. Como si la presidenta de la Comunidad de Madrid no fuera sido, y ella fuera, por decir una palabra que le gusta, una particular sola e indefensa frente a la maquinaria ominosa del sanchismo.
Los socialistas pueden ahora recitar, adaptado, el famoso poema de Martin Niemöller: "Fueron a buscar a los independentistas, pero yo no era independentista y no dije nada. Fueron a buscar a los de Podemos, pero yo no era de Podemos y no dije nada. Ahora vienen a buscarme a mí, y cuando llamo auxilio, no queda nadie". Más allá de eso, PP y Vox han dado un salto cualitativo: pueden atreverse no solo a ir contra los enemigos tradicionales de la patria, sino también contra el presidente y las instituciones españolas cuando no son de su agrado. El uso partidista y fraudulento de la justicia es (para utilizar más expresiones que gustan a los conservadores españoles) un golpe de estado no muy encubierto, que de facto suspende la democracia representativa en favor del poder de una élite: si ya se dice que en EEUU Trump y Musk inauguran la broligarquía, la oligarquía de los bros, en España es cada día más descarada la areogarquía, la oligarquía de los jueces.