Era el domingo por la noche. Seguro. Porque volvía de mi viaje con jet lag existencial Balaguer-Barcelona. Dejaba el coche en el parking y subía las calles de una ciudad donde Cenicienta hacía los últimos bailes. Quería ser feliz en el sofá. Lo veía. Sonó el teléfono. Y Montse me dijo que Gemma había muerto.
Gemma Xifré Boada (1976-2020) la conocí por Montse. Estudiaron juntas en Tàrrega. La primera de Maldà, la segunda de Vilagrassa. Montse festejaba con Xavier, amigo mío de Balaguer. Y unos y otros nos mezclamos. Aquí y allá. El papel de Gemma y mío fue éste: el papel. Ella trabajaba en la Librería Antiquària Farré, en la calle Canuda de la Barcelona vieja. Iba a verla a la tienda, oa la calle Bot, donde tenían un almacén que era cordilleras de libros. Entre los picos aún veo a aquel muchacho gran-pequeño, Xavier. Vistiendo siempre con ropa original de los años treinta. Si le preguntabas por cualquiera-cualquier libro: lo conocía. Él era un Google humano hecho de amor a un trabajo. Y yo miraba, movía, compraba. Mientras la vida nos iba haciendo palmipipa.
Gemma trabajó en Farré diecisiete años. La fichó Josep Maria Farré (1958-2018). Siempre recuerdo ese humo de puro subiendo los escalones de cimas de libros. Y un mandar de cejas y silencios. Irónico, ceñudo, pero firme, de acción, como buen ilerget. Era de Les Borges Blanques. Vino a Barcelona para estudiar periodismo y acabó siendo librero de viejo. Ya en Lleida acarreaba por Ferias. Después en el Mercado de Sant Antoni. Y se quedó imantado en la tienda de Canuda a principios de los noventa. Normal: en ese lugar se vendían libros desde el siglo XVIII. La librería era pequeña. Como una caja de bombones, una casa de muñecas, un cuarto de barco. Todo era quirúrgico, preciso, exacto. Los libros, el trato, el aire. En Farré encontrabas cosas raras, extrañas, únicas. Perlas que esperaban unos ojos. Gemma me daba cuidado en éste, el otro, o la pinchaba para que me encontrara uno. Y siempre esa firma final: las niñas de Urgell tienen la mejor sonrisa del planeta. Y la muerte de Gemma es de las que me han puesto la cara más triste.
Se murió y no debía morirse. No. Desde el 2015, con una fuerza sobrehumana, cogió la antigua Librería Antiquària Gibernau, en la calle Aribau, y montó la Librería Antiquària Maldà. Una joya. Iba a verle. Pero un día ya no estuvo más. Y todo murió. Antes Farré, que tampoco debía morir. Ahora Farré, que llevan los hijos de Josep Maria, tiene que irse de la calle Canuda. Les piden 6.000 euros al mes de alquiler. El cuerpo se marcha, pero el espíritu continuará en otro lugar. Pero el problema, creo, es otro.
Josep Maria, Gemma, vinieron de pueblos de Lleida buscando futuro. Construyeron Barcelona y un país desde aquí. Ahora no vendrían, no podrían, ni querrían venir. Esta ciudad no los quiere, ni querrá. Ni a ellos, ni a los de Sils, Benifallet, Isona... Ya no habrá más Farrés ni Xifrés. No hablemos de tiendas, librerías: esta ciudad no quiere personas. Barcelona es una ciudad cautiva y desarmada. Se ha quedado sin Cataluña. Barcelona es ahora el mayor Centro de Internamiento de Extranjeros Ricos de Europa. Barcelona es el Benidorm-Torrevieja-Torremolinos del estado nacional madrileño. Barcelona es un crimen perfecto. Un expolio al aire libre. La capital dimitida de Cataluña que retransmite en directo la destrucción de un país, cultura, lengua... Una civilización que ha hecho abrir los ojos al mundo. Y ahora se deja sacar sus propios ojos. Los cabaleros de Catalunya hicieron Barcelona. Los emigrantes del país. No cierran librerías. Cierran personas. Mueren personas: el capital de una ciudad.