Las ciudades han estado siempre en tensión. Lo estaban en sus inicios cuando constituían islas de libertad en medio de las estructuras feudales. Fueron cuna de las ideas liberales, movilizando a aquellos que no podían aceptar los privilegios de los estamentos, cuando eran ellos, los burgueses, los que con su trabajo y dinero mantenían a monarcas, aristocracia y clero. Se constituyeron en núcleo esencial de las revoluciones industriales, creciendo de forma desordenada y caótica, pero también embelleciéndose y generando una nueva forma de vivir. Han sido y siguen siendo espacios en los que se reúnen todas las contradicciones y conflictos posibles, pero también espacios de donde pueden surgir combinaciones virtuosas. Hoy, en medio de la transformación digital y de los graves riesgos ambientales, están de nuevo obligadas a repensarse.
Decía Sennett en uno de sus últimos libros que necesitamos un “urbanismo modesto”, capaz de que una misma ciudad reúna proyectos diferentes. Una ciudad que encuentra su fortaleza en su capacidad de amoldarse y de cambiar. Como decía el propio Sennett: más Cerdà que Haussman, más Jacobs que Le Corbusier. Por tanto, una ciudad que aprenda a escuchar a los que viven en ella, los que la discuten, los que se inquietan cuando la ven alejarse de lo que entienden como propio. Que entiendan que más allá de lo que está construido, lo que caracteriza a la ciudad es lo que está habitado. No son fácilmente habitables las ciudades solo construidas. Y están en peligro las ciudades que no saben cuidar los vínculos de proximidad en pleno ataque de individualización en los hábitos de consumo. Entre la indiferencia y los vínculos más fuertes, la ciudad ofrece estadios intermedios de relación que son absolutamente necesarios.
Necesitamos recuperar el grano fino, el latido que genera la proximidad a las ciudades, porque corremos el peligro de hacerlas más incómodas, estresantes y conflictivas de lo que normalmente son. Y esto significa volver a poner la mirada en los barrios. En las ciudades pequeñas, en los pueblos grandes. A los vínculos de proximidad que deben preservarse en medio de las ventajas tradicionales de la ciudad, que preservan el anonimato, o el vivir acompañado entre extraños. Pero no todos los barrios son espacios de confort y mezcla virtuosa de distancia y proximidad. Las diferencias entre barrios –o desigualdades interiores– siguen presentes e incluso, en algunos casos, han aumentado. Necesitamos actuaciones significativas en diferentes barrios del país si no queremos que algunas situaciones de creciente desigualdad y vulnerabilidad acaben acercándonos a situaciones que hoy se viven en muchas conurbaciones con espacios claramente segregados y fuertemente tensionados.
Hace ya 20 años de la aprobación de la primera ley de barrios aprobada por la Generalitat, que llegó a cerca de 100 barrios de todo el país que requerían más atención y más inversión. A finales del 2022, y como una especie de reconocimiento tardío, el Parlament de Catalunya aprobó una segunda ley de mejora de los barrios que todavía está por desplegar. En medio, en Barcelona, desde 2015, se ha ido sacando adelante un importante plan de barrios. En este caso, la experiencia acumulada y los recursos empleados han permitido que los planes de mejora en Barcelona hayan ido más allá de los temas puramente urbanísticos, incorporando aspectos educativos, culturales o directamente sociales. Recientemente el Área Metropolitana de Barcelona (AMB) anunció un plan integral de barrios. Y ahora, la Diputación de Barcelona (Diba) también quiere emprender su propio programa de actuación en los barrios.
Precisamente la colaboración entre la Diba y el Instituto Metrópolis, vinculado a la UAB y al AMB, ha permitido que por primera vez se pueda contar con un instrumento de análisis de la realidad social, económica, educativa y vivienda de todos los barrios de la circunscripción de Barcelona.
No es un tema estrictamente técnico ni urbanístico, ya que el barrio, aunque a veces tiene delimitaciones poco precisas, sí que reúne las actividades básicas de la vida cotidiana y, por tanto, es donde se produce más interacción, generando una cierta identidad más o menos fuerte según los barrios y tradiciones de cada lugar. Lo hemos podido comprobar con todo el ruido provocado por la forma en que Lamine Yamal reivindicaba Rocafonda. Como decíamos antes, el barrio no solo representa un espacio construido, sino que sobre todo es un espacio habitado. En una época de fuerte tendencia al aislamiento y la individualización, el barrio es una unidad significativa de relaciones y vínculos, de construcción comunitaria. Donde los equipamientos sociales y públicos, como escuelas, bibliotecas, centros cívicos, casales o ateneos, pueden servir de anclaje en momentos en los que existen son notables la movilidad y la llegada de recién llegados. No habrá mejores barrios y pueblos sin comunidades más fuertes.