Para algunos, parecéis intocables. El pilar sobre el cual descansan nuestras ciudades: los contenedores que nos dimos entre todos. Para otros, sois material inflamable. Jóvenes que queman toda la mierda que acumuláis adentro para emitir señales de humo con la esperanza de que alguien les vea.
Cuando yo nací, vosotros todavía no existíais. Dejábamos la basura en bolsas o en un cubo, en la puerta de casa, como por ejemplo se vuelve a hacer en algunos pueblos y barrios. El papel y el cartón lo teníamos a punto para que lo pasara a buscar (y a pesar) el trapero. Los envases de vidrio los devolvíamos a las tiendas y, con un poco de suerte, los niños nos podíamos quedar las cuatro pelas que abonaban. Joan Margarit, el poeta muerto esta semana, me explicaba en una entrevista que, de pequeño, cuando vivían en Girona, tiraban la basura directamente de casa al río.
No hace tantos años que llegasteis: primero, metálicos, diría; después, de color verde, y con el tiempo, y la gama de colores ampliada, omnipresentes en cada esquina, miles y miles de contenedores convertidos en el elemento central de aquello que, con unas ciertas pretensiones, se dice el mobiliario urbano. Pregunta de concurso, para la cual no tengo respuesta: en Barcelona, ¿hay más bancos o contenedores? Abrimos la tapa, lanzamos la bolsa y os volvemos a tapar a salto de mata, ofendidos por nuestro propio mal olor. Existís para que no se vea nuestra mierda. Los últimos años, cada vez vemos a más personas con el cuerpo medio abocado dentro de vuestro, revolviendo bolsas, hurgando entre la basura para encontrar algo que les permita vivir de nuestros desechos. Es difícil sostener la mirada a una realidad tan dolorosa.
Y de vez en cuando os prenden fuego. Pasó en otoño de 2019 y se repite ahora. La imagen del vandalismo o el símbolo del malestar social. O vas con unos o vas con los otros. Pero hay una trampa que ya conocemos: que sin violencia se puede hablar de todo. Mentira. Sin violencia, no se habla de nada. Se olvida. Se tapa el contenedor, se esconde el contenido. Y con violencia, solo se habla de esto. Se entra en un postureo político hartador: ¿lo condenes? Sí. Uy, demasiado tibia, esta condena. A ver, más alto, que no te oímos: ¿Cómo están usteeeeedes? Ya lo sabemos que nadie está a favor de prender fuego a los contenedores. Cuando conviene, la violencia -si no está- se la inventan. Porque la violencia genera represión y la represión alimenta la violencia. Y así, mientras tanto, vamos pasando el tiempo, con la única aspiración de esconder los problemas -como hacemos con los desechos- en un contenedor que está a punto de reventar.
P.D. Después de la sentencia del Procés, Urquinaona y las calles de su alrededor ardieron durante diez días. Pero cuando se apagaron los contenedores, el problema continuaba allí. Pronto hará un año y medio. Nadie se ha querido quemar intentando resolverlo.