Contra la normalidad fingida

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Contra la normalidad fingida

Han pasado tres años y medio, pero en términos históricos estamos al día siguiente del 1 de Octubre. Estamos viviendo, todavía, en el periodo posterior a ese hito; sufrimos sus efectos, que se hacen patentes en el sistema de partidos, en la confusión discursiva, en el estado de ánimo general y en la mirada poco nítida sobre el futuro. Los independentistas que hablan de un nuevo embate tienen que entender, pues, que todos los procesos de cambio real quieren tiempo. El 1 de Octubre no se explica sin el hervor de los diez años anteriores. Y ahora justo salimos de una larga resaca. Hemos avanzado y tenemos activos, pero nos falta consolidar un bloque político claramente mayoritario, con unidad de criterio y una gran masa movilizada detrás. No tenemos un programa político, porque en 2017 nos lo hicieron saltar por los aires. Y el Estado nos ha obligado a distraernos de lo que es importante en favor de lo que es urgente, es decir, la lucha contra la represión, que es, lógicamente, una lucha defensiva.

Para retomar la iniciativa hay que aprender a discernir qué hay que hacer desde el Govern, y que desde fuera. Se tendría que gobernar desde Palau, y desde ninguna parte más; pero hay que hacer muchas cosas, además de gobernar. Es cierto que el gran capital del soberanismo son los votos, y que se tiene que aprovechar cada migaja de poder para fortalecer el país y aliviar la situación de la gente. Esto no lo puede hacer un Govern embarrado continuamente con sainetes judiciales y rifirrafes simbólicos. Pero fuera del ámbito institucional, el movimiento tiene que repensar el camino, hacer brillar ideas y proyectos, meter el dedo en las debilidades del adversario, movilizar, luchar cuando haga falta. Construir el país como proyecto no es una tarea fácil, pero nunca se habrá hecho con una base tan sólida. Si no se entra en una dinámica constructiva, se impondrán dos doctrinas estériles, dos placebos que ahora mismo generan bastante ruido gracias al espejismo de las redes sociales: el procesismo, que parte de la hipótesis falsa de que aquello que se interrumpió en 2017 se puede retomar con solo chasquear los dedos; y el putaespañismo, que es un relato reventista y futbolero, improductivo pero aliviador; una reacción escéptica que se explica después de que el independentismo edulcorado, risueño y empático quedara sepultado por los gritos del "A por ellos".

El españolismo/unionismo también ha fabricado su placebo, y lo llama normalización. Es la gran apuesta del PSOE en coalición con la derecha social catalana. Es una argucia más inteligente que los varapalos dialécticos del PP, pero se complementa con ello. Se basa en la idea del poli bueno y el malo. Pedro Sánchez vendrá mañana al Liceu a vender los indultos y la “magnanimidad”, como el policía que visitaba al detenido previamente zurrado, y le ofrecía un cigarrillo y una mejora de trato si cooperaba. La estrategia de España es policial, digna de lo que es, un Estado cuartel, y se basa en la idea (generosamente aplicada en los últimos tres siglos) de que los catalanes somos domesticables; es decir, que con la dosis justa de violencia se nos puede tener bajo control. En parte es una premisa correcta, porque en el Liceu mañana habrá catalanes aplaudiendo, empezando por las élites empresariales, aquellas que intentan erigirse en el corazón latiente del país, como sus abuelos y bisabuelos; pero de hecho, como escribe Manel Pérez en La Vanguardia, solo son señores que esperan “una normalización [...] que les permita volver a su prosaica dedicación a ganar dinero”. Y, mientras tanto, a Andreu Mas-Colell, que es más sabio que diez Cercles d'Economia, el Estado magnánimo está a punto de embargarle la pensión como cómplice del Procés.

Me temo que la normalización está todavía más lejos que la independencia. No os relajéis.

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