

La moción de censura interruptus de Ripoll ha puesto de nuevo de relieve la dificultad que tienen algunos partidos tradicionales para relacionarse con las fuerzas políticas emergentes de ultraderecha o populistas, ya sean islamófobas o hurguen en las frustraciones provocadas por el deterioro de la prosperidad de las clases populares por culpa del abandono de las élites. No quiero decir con esto que algunas de las razones de Junts para no secundar la moción de censura no deban ser consideradas, porque van a caballo entre las dudas que pueden generar este tipo de situaciones incómodas y el omnipresente cálculo partidista entre fuerzas que hacen frontera electoral, aunque pueda generar incomprensión. Así de cruda es la política.
Sin embargo, entre los argumentos contrarios a la moción hay uno que invita a reflexionar: contra el auge de la extrema derecha, en Ripoll no caben cordones sanitarios. Y esto me recuerda que el domingo hay unas trascendentales elecciones en Alemania, donde una de las cuestiones más debatidas es la posibilidad de mantener el actual cortafuegos (brandmauer) contra la ultraderechista Alternativa por Alemania (AfD). Los socialdemócratas de Olaf Scholz no han dejado de criticar a sus rivales conservadores de la CDU-CSU por "faltar a su palabra" y aceptar en el Parlamento los votos de la AfD para su plan de restricción migratoria, erosionando el cordón sanitario vigente. Veremos qué ocurre el 23-F. Dependiendo de los resultados, la derecha teutona deberá optar entre una Grosse Koalition con los compañeros del metal del SPD o dejarse llevar por los cantos de sirena neofascistas, en un contexto global muy delicado, en el que la línea que separa el estado de derecho y la democracia social del postautoritarismo se difumina a consecuencia del ascenso y normalización del trumpismo y sus aliados en el mundo.
Los conservadores alemanes de la CDU-CSU, los socialdemócratas del SPD, los Verdes y los liberales del FDP han mantenido hasta ahora un cortafuegos contra Alternative für Deutschland, una barrera o límite político, ético e institucional que trata de evitar la influencia o la propagación de ideologías o comportamientos neoconocidos que la mayoría considera inaceptables porque socaban los cimientos de la convivencia en un país con una democracia militante y una convulsa historia reciente. Pero se trata de una práctica extendida por toda Europa. En Francia, el centroderecha y toda la izquierda conformaron un complejo Pacto Republicano para impedir la victoria del Frente Nacional de Le Pen en las legislativas. En Suecia, durante años, varios partidos mantuvieron un gran acuerdo para excluir a los Demócratas de Suecia. En Bélgica, desde la década de 1980, los partidos tradicionales han mantenido un cordón sanitario contra el Vlaams Belang y sus sucesivas mutaciones. En fin, en Italia, hasta el inexorable ascenso de la Meloni, los partidos italianos evitaron hacer acuerdos con la Lega de Salvini.
¿Y en Catalunya? Aquí, desde la irrupción de Vox en el Parlament, este partido ha sido sometido al aislamiento del resto. Y esto se ha hecho extensivo a Aliança Catalana. Durante la legislatura 2017-2021 se intentó lo mismo contra Ciudadanos, después de su victoria electoral. El Pacto del Tinell de 2003 excluyó la colaboración de la izquierda con el Partido Popular de Aznar tras la etapa de pactos CiU-PP del tardopujolismo. Más recientemente, los populares se han visto postergados por los partidos catalanistas o de izquierdas en el mundo local y en otras instituciones por su oposición al proceso soberanista o su rol en la aplicación del 155. Al revés, también ha habido tentativas de cordones sanitarios contra la CUP propiciados por partidos constitucionalistas como el PP, Cs y Vox.
Ciertamente, la victimización y el crecimiento electoral de los ahuyentados son argumentos a valorar. También la polarización y el aumento de tensiones sociales y de desconfianza en las instituciones democráticas para que algunos de los votantes de estos partidos sientan que sus votos son despreciados o se les desterra del juego político. Sin embargo, está demostrado que ni el diálogo controlado con las fuerzas de ultraderecha, para moderarlas, ni la exigencia de unos mínimos de respeto a los principios democráticos y los derechos humanos funcionan: la ultraderecha desafía los principios democráticos con su intolerancia. La hostilidad contra los migrantes, las minorías étnicas, la comunidad LGBTQ+ o las mujeres es insoportable. Prevenir la normalización y la legitimación de los discursos de odio es un imperativo si se quiere evitar que estos partidos siembren la semilla de la división y ataquen a la justicia independiente, los medios de comunicación libres, los derechos de las minorías o los logros alcanzados en términos de equidad, justicia social e integración.