Corrupción comparada y estructural
Los casos de corrupción en curso (Cerdán, Ábalos y Koldo por la parte del PSOE, Montoro por la del PP) vuelven a despejar las herramientas de comunicación de los partidos políticos: cada organización intenta minimizar la corrupción propia mientras hace aspavientos para tratar de maximizar la del contrario, sin dejar de consultar en todo momento el oráculo de los tráquings. Hemos llegado a la hora del comparatismo en el análisis de la corrupción, que vendría a ser lo mismo que los estudios comparativos en literatura, pensamiento y arte pero en versión decadente. Desde fuera, y sin recurrir a la demoscopia, se hace evidente el contraste entre el vuelo que toma la corrupción cuando corre a cargo de auténticos profesionales (cientos e incluso miles de millones en juego, equipos avanzados de economistas y grandes empresas multinacionales implicados en la trama) y del coentor de cuando se trata de los trapicheos de una escena con marisquerías, prostitución y discos duros que van que quieren. No cabe duda: cuando se trata de corrupción, la derecha siempre va unos pasos por delante. Pero no por una cuestión de superioridad moral de la izquierda, como siempre denuncian, quejosos, desde la derecha, sino porque las élites corruptoras eligen como compañeros de viaje a aquellos que saben que les serán más útiles. Eligen experiencia, conocimiento y fiabilidad, como en cualquier negocio.
España, con los Països Catalans en su interior, es un país que tiene la corrupción estructuralmente instalada en sus sistemas de poder. La corrupción es aquí, por sí misma, un instrumento de poder, una herramienta de mando. En privado no suele estar tan mal vista como se supone que está en público, y muchos la confunden interesadamente con un mecanismo de compensación o distribución, una simple manera de engrasar las máquinas. Ahora, la extrema derecha españolista vende a menudo la idea de que la democracia es corrupta, mientras que el franquismo –que ellos reivindican sin tapujos– habría estado exento de corrupción. Naturalmente, esto es exactamente al revés: el franquismo fue el último período de tiempo extenso de corrupción institucionalizada en España. No hacía falta que los gobernantes hicieran nada por corromperse, porque sencillamente todo el sistema ya estaba corrompido, de forma transversal y vertical. O de arriba abajo.
Detener toda la inercia corrupta y corruptora del franquismo en el tráfico hacia la democracia no fue posible, y en muchos ámbitos ni siquiera se intentó. Al contrario, se hicieron esfuerzos por utilizar la administración y las instituciones democráticas como nuevos focos de corte negocian al por menor y desde la caspa, como los Cerdán y compañía. Otros deciden jugar la carta a fondo y hasta las últimas consecuencias, como Montoro, Rato y buena parte de los gabinetes de Aznar y Rajoy La antipolítica y el populismo son siempre beneficiarios.