Vista general del embarcadero de la Garganta de Putxol de la Albufera, en la Comunidad Valenciana.
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«En mi país, la lluvia no sabe llover»
Raimon

Nada más arrancar formalmente el curso político, en septiembre, unas declaraciones de Silvia Paneque, portavoz del nuevo Gobierno, me llevaron, de repente, a la permanente contradicción que nos acosa entre simulacro y realidad. La escisión dolorida, la brecha abierta, la distancia desigual, cotidiana y estructural, entre hechos y palabras que demasiado probablemente alimenta todo el descrédito que recorre el mundo. Alrededor de las cargas policiales contra la protesta por la vulneración del derecho a la vivienda ante la feria inmobiliaria The District, la portavoz sostuvo que el papel del Gobierno era garantizar al mismo tiempo el derecho al encuentro y el derecho a la protesta. Formalmente equidistante y aparentemente neutro, el conflicto real es que la realidad niega radicalmente esas palabras. Porque quienes estaban dentro de ese foro de especulación planificada tienen garantizado –y de qué manera y desde hace cuándo– el no-derecho a trinchar la vida de los de fuera. En cambio, los que protestaban por el derecho a que no te la trinchen, no. Todo lo contrario y hace demasiado y con el ligero matiz que los (ir)responsables de garantizarlo son los gobiernos. Para que antes no acaben de leer este artículo el precio de la vivienda de alquiler –de habitación de alquiler, así están las cosas– habrá encaramado aún más sin solución de continuidad gubernamental. Es decir, sin que ningún gobierno, incluido el de la portavoz, se obligue a sus responsabilidades y sea capaz de garantizar un derecho fundamental recogido, sobre cada papel mojado, en todas las legislaciones vigentes.

Esa misma sensación creció cuando pocos días después el Gobierno informaba de que el gobierno anterior había procedido al archivo definitivo de la investigación interna sobre las protestas de los funcionarios de prisiones. Aquellas que bloquearon los centros penitenciarios, afectando gravemente a la vida de presos y presas y estableciendo un "confinamiento forzoso", según la síndica de agravios. El resumen del golpe de carpeta es sencillo y preclaro, crudo y duro: ninguna consecuencia, ninguna depuración de responsabilidades y, a la luz de los hechos, todas las impunidades. Otro hecho concreto que desnuda que lo de qué quien la hace la paga, como tanto pregona el poder, tampoco es cierto como proclama universal igualitaria. Ocurre como con los impuestos, donde quien más tiene más se fuga. Estos días la Hacienda española despliega la campaña fiscal bajo el lema lo que das, vuelve –y esencialmente, uno estaría a favor, dado que sin fiscalidad no hay democracia ni escuelas ni hospitales ni servicios de emergencia–. Pero a algunos resulta que no hace falta que les devuelvan demasiado, de lo poco que llegan a pagar. Los grandes grupos energéticos tributan un 6,8% efectivo de sus millonarios beneficios. La banca, en ganancias históricas desorbitadas, sólo un 4,6%. Compárentelo con cómo se quejan por tan poco, con lo que tributan ustedes y con lo que supuestamente dice la ley, hecha de tantas trampas.

En cruel evidencia similar podemos proyectar que, como ha escrito lúcidamente Carme Colomina, permitimos a Israel lo que tanto criticamos de Putin –invadir un país, que pronto es dicho–. Otros se permiten reconocer a Palestina, pero no al Sáhara Occidental o al Kurdistán. O piden ahora, tarde, pero con toda justicia, el embargo integral de armas a Israel mientras siguen vendiéndolas en Arabia Saudí que rompe Yemen. En ninguna parte como en el cinismo criminal de la geopolítica internacional para constatar esta sangrienta doble moral, hecha siempre de doble economía y de doble criterio, que acaba doblando indefectiblemente cada frágil certeza y todo fundamento sólido. Porque, contra el autoengaño que siempre será la peor mentira, si alguien ha roto, tan a menudo y tan recurrentemente, las reglas del juego de un orden internacional pretendidamente basado en la seguridad jurídica ha sido precisamente el bloque occidental que se jacta tanto de defenderlo. De aquí también llora la criatura.

La desigualdad que todo lo carcome no habla sólo de dinero y trampas, también enmudece y dice quién puede hablar y quién no. En el recomendable boletín de Economía de este diario que nos remite Albert Martín periódicamente, se leía que Mauricio Lucena, presidente de Aena, despacha todo debate sobre la ampliación de El Prat con argumentos que asustan: "Después del fútbol, ​​la vida de los famosos y los coches, cuyo siguiente tema la gente opina con soltura en Catalunya es el de los aeropuertos"; "Tengo amigos que hablan ya de metros de pista, de slots" o "En Cataluña hay auténticos hombres del Renacimiento italiano que, sin formación aeronáutica, han regañado desde los medios de comunicación a los ingenieros de Aena sobre cómo deben hacerse los proyectos técnicos más complejos". Proclamada la desigualdad polifónica a los cuatro vientos, se ve que la sanidad pública no debería decir nada en medio de una Europa en la que la contaminación del aire mata a 400.000 personas al año. Y que el territorio que verá cómo pasamos de 50 a 70 millones de pasajeros debe despejarse boca ante un Lucena que pide "participar totalmente en la hiperglobalización actual". ¿Podemos pedir a qué precio? ¿El ecologismo social que mira por las generaciones futuras debe callar? ¿Por qué fracasan los países –y las democracias–? Pues también por actitudes tan soberbias, arrogantes y narcisistas como las referidas. Con un detalle dicotómico nada menor que nos lleva de nuevo al cabo de la calle: o amplías El Prat o cumples la ley, es decir, la ley catalana de emergencia climática. Nada nuevo bajo un cielo de plomo, ya lo ven.

Ya somos todo aquello contra lo que luchábamos, escribía Pacheco. Y mientras el agujero negro todo lo traga, se va multiplicando el decalaje entre dichos y acciones, entre proclama y realidad, entre espejismo minúsculo e hiperrealidad aumentada. En ausencia de este vínculo comunitario y civilizador, toda decepción cueva una vieja frustración y alimenta una nueva conspiración, el nihilismo invita a no creer en nada y en nadie porque todo es lo mismo –y ésta es la principal mentira– y terminan reinando las reglas del caos. Esa selvática ley animal cuando parece que ya no quedan ni rastros ni restos ni rostros de ningún marco común compartido. Este abismo estable e insalvable entre palabras y hechos, cada vez mayor, fomenta y agranda, de mala manera y cada vez peor, la deriva desdemocratizadora global y las polarizaciones locales, el auge del resentimiento y la expansión maniquea del odio . La radical diferencia entre palabras y hechos, entre lo que se pregona y lo que se hace, todo lo hunde –la proximidad precaria entre decir y hacer, por el contrario, lo resarce–. Todo ello, dicho y escrito cuando la semana pasada –de forma paradigmática, con un fondo demoledor y dejando casi inservibles las palabras– en el ala izquierda y feminista del gobierno que se autobautiza como el más progresista y feminista de la historia flotó la realidad en forma de cráter. De volcán. O del pozo sin fondo del patriarcado.

PS. De luto y pésame. Desde la irrevocable solidaridad con la Comunidad Valenciana y Castilla-La Mancha, añadiría –algo y lo contrario– que la imprevisibilidad de toda DANA nunca será equiparable a la previsibilidad de determinadas políticas. Hay tuits que envejecen dramáticamente. Como éste, escrito hace once meses, desde la cuenta oficial del PP valenciano: "La Unidad Valenciana de Emergencias, primer organismo de Ximo Puig 'suprimido' por Carlos Mazón".

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