Desde el boom turístico de los años 60 hasta hoy, la explotación urbanística de la costa no ha tenido prácticamente freno. Más allá de algunas actuaciones emblemáticas pero muy acotadas territorialmente, como los parques naturales del Cap de Creus, los Aiguamolls de l'Empordà y el Montgrí-Medes-Baix Ter en el norte, del Delta del Llobregat al lado del aeropuerto de El Prat –ahora en parte amenazado– o del Delta del Ebro en el sur, el litoral catalán ha sufrido una presión constructiva continuada durante más de medio siglo, tanto en dictadura como en democracia. Las áreas naturales protegidas han servido demasiado a menudo de pretexto para dar vía libre al resto de espacios a una edificación poco o nada respetuosa y muy intensiva. La construcción como motor económico, la necesidad de ingresos de unos ayuntamientos históricamente infrafinanciados, la lenta y dubitativa concienciación ambiental y el monocultivo turístico de muchas comarcas han sido los factores que han causado la gran mancha urbana en la que se ha convertido la franja marítima de Catalunya.
Solo ahora, a remolque de la crisis climática mundial, con el añadido del descalabro turístico debido a la pandemia, se ha producido un auténtico giro en la opinión pública y, como consecuencia, un paso adelante político a la hora de proteger el litoral. Un paso que se ha hecho con dos argumentos principales de peso: salvaguardar los valores naturales y paisajísticos y evitar futuras afectaciones catastróficas como las que hemos visto recientemente en las Cases d'Alcanar como consecuencia de las trombas de agua torrenciales cada vez más habituales y de la posibilidad de un aumento del nivel del mar. Otro objetivo para nada menor es acabar con el modelo de urbanizaciones aisladas de los municipios, mal comunicadas o sin conexión con los servicios básicos, un tipo de urbanismo económicamente insostenible.
Si en 2019 el Govern ya aprobó una primera moratoria urbanística en la Costa Brava, donde finalmente descartó la edificación de 15.000 de las 30.000 viviendas previstas, ahora hace lo mismo en el sur. De Malgrat de Mar a Cambrils, la Generalitat suspenderá durante un año las licencias para 70.000 viviendas en 30 municipios. Se revisarán unas 5.000 hectáreas del litoral del Maresme, el Garraf, el Baix Penedès, el Tarragonès, el Baix Camp, el Baix Ebre y el Montsià. Además, los técnicos de la conselleria evaluarán proyectos que suman 40.000 viviendas más en otras zonas. La suspensión, sin embargo, no afectará los proyectos de urbanización o construcción que ya están en marcha. En total, en la parte sur de la costa afectada por la moratoria los diferentes planes urbanísticos vigentes prevén hasta 110.000 pisos, casas adosadas o chalés, la inmensa mayoría concebidos para uso turístico o segunda residencia. Ante este nuevo alud urbanístico, el departamento de Política Territorial o bien modificará los requisitos para construir en estos terrenos, y por lo tanto limitará su alcance, o bien directamente desclasificará una parte. Es un paso valiente que transmite un mensaje claro para el futuro: el territorio no es ilimitado. La costa catalana se merece un trato mejor del que le hemos dado durante décadas. Más vale tarde que nunca.