Muchas seguro que recuerdan esa campaña gubernamental del Póntelo, pónselo, no exenta de polémicas y gesticulaciones. Era finales de los ochenta y la única manera de hacer frente al VIH, y al desarrollo del sida, era mediante la prevención. Había que generalizar el uso del preservativo para evitar la propagación de una enfermedad que en esos años todavía era mortal. Ciertamente fue un gran ejercicio de propaganda pública para fomentar los valores de la solidaridad y la importancia del cuidado a uno mismo y a los otros, poniendo en el centro idea de bien común. Ahora bien, no se partía de la nada. A menudo las instituciones van detrás de los movimientos sociales, y este caso no era una excepción. El sida fue desde el primer momento una enfermedad estigmatizada a la que, en el mejor de los casos, se destinaban pocos recursos. La autoorganización comunitaria y la ayuda mutua se habían ido tejiendo desde abajo, desde la precariedad y la improvisación, a partir de los descubrimientos científicos que iban desvelando las incógnitas del virus. Las estrategias de educación en salud fueron impulsadas desde el activismo, ya sea LGTBI+ y otros movimientos sociales, ya sea desde colectivos de afectados.
La lucha contra el covid-19 aquí ha sido principalmente comandada por científicas del campo médico, juristas y economistas. Los y las políticas han confiado, y bien que han hecho, en su criterio. Pero pienso que nos hemos quedado cortos. Era (y es) pertinente recurrir a otros conocimientos expertos (otras ciencias sociales), a las aportaciones de las entidades sociales (que conocen desde la proximidad la complejidad de nuestras comunidades) y comprender las desazones de la ciudadanía en su pluralidad (en especiales los jóvenes y las personas mayores como principales damnificados de esta crisis). Partiendo del gran respeto, el reconocimiento y la gratitud hacia todos aquellos que han tenido responsabilidades gubernamentales en este duro año pandémico, la visión quizás ha sido demasiada reduccionista. En este sentido, la premisa del Cuídate, cuídame, para mi gusto, ha sido poco explorada debido a dos cuestiones: el punitivismo y el individualismo.
En primer lugar, desde el inicio de aquella primera desescalada después del duro confinamiento primaveral del año pasado se han concentrado más los esfuerzos en las restricciones, y en comunicarlas bien, que en hacer pedagogía y explicar a la ciudadanía cuáles eran aquellas actividades o actuaciones que comportaban más riesgo. No estoy diciendo que en medio del reto sanitario más importante desde hace un siglo no se tenga que recurrir a la prohibición y el castigo. Pero tenemos que saber los límites que supone esta aproximación, sobre todo un año después. No hemos sido capaces de cambiar el chip: de aquello que me dejan hacer a aquello que es conveniente hacer. En segundo lugar, aparte de la dimensión más punitiva, creo que también hemos pecado de individualismo. Hacer partícipe a la ciudadanía de una colectividad que se tiene que cuidar puede generar un mejor rendimiento en la gestión de la pandemia. Y si no es en abstracto, lo puede ser en concreto. En varias encuestas se detecta que la salud de las personas queridas genera de muy lejos más preocupación que la propia. A los niños, durante el confinamiento, se les explicaba que estábamos encerrados en casa para proteger a las personas más mayores y vulnerables. No por su salud, sino por la de los otros, y lo encontraban razonable y, de hecho, se sentían orgullosos por el esfuerzo titánico que estaban haciendo. Las personas no somos egoístas por naturaleza.
Hay otra dimensión que también se ha tratado poco: las desigualdades y vulnerabilidades como fuente de contagio. La corresponsabilización de la ciudadanía es imprescindible para vencer al virus. Pero sabemos que no solo depende de sus comportamientos individuales. Los contagios, periodos de enfermedad y muertes por covid-19 se correlacionan con el nivel socioeconómico de la población. Aquí y en todo el mundo. Y hay que recordarlo y explicitarlo, también públicamente. Por un lado, para no revictimizar a aquellas personas que por su situación de vulnerabilidad social tienen que esquivar las limitaciones epidemiológicas. No es lo mismo saltarse un confinamiento perimetral para ir a pasar el fin de semana en el chalé que para hacer trabajos de economía sumergida (y paradójicamente, si vamos a las multas, no tienen el mismo efecto según la clase... pero este ya sería otro tema). Por el otro, hay que hablar para, evidentemente, actuar y modificar las condiciones materiales de la vida. Hay sectores sociales, y cada vez son más, para los que las preocupaciones por el covid-19 están muy abajo en el orden de prioridades. En definitiva, una sociedad fraterna e igual (en derechos y oportunidades) tendrá también más fuerza para vencer al virus.
Gemma Ubasart es profesora de ciencia política de la UdG