Cuatro cosas que no pasarán en el 2024

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Celebración de fin de año en la Puerta del Sol de Madrid.

Aviso más bien obvio: este artículo es un análisis de prospectiva, no un vaticinio futurológico (a este nivel no llegamos). Tampoco quiere ser la retahíla de tópicos predigeridos basados en el ChatGPT, que por desgracia encontrarán en más lugares de los que convendría al periodismo decente.

1. Es improbable que la tendencia actual a transformar la democracia liberal clásica en artefactos basados en el autoritarismo soft, el populismo guiado por lo que dicen las redes sociales y la retórica maximalista que después es imposible de llevar a cabo, empiece a aflojar este año de repente. Si mi punto de partida no es erróneo, no se está produciendo un cambio ideológico, sino un cambio de mentalidad. Las modas son efímeras, las ideologías prêt-à-porter duran algo más, pero las mentalidades suelen tener un alcance transgeneracional y un recorrido subterráneo. Esta nueva mentalidad emergente es borrosa, indefinida, pero ha calado entre las clases medias depauperadas de todo el mundo. Sobre ella gravita una sospecha, por otra parte razonable, sobre las potencialidades reales del estado del bienestar. Tal y como la conocíamos, la vieja clase media ya no existe, y sería muy raro que esto no tuviera una traducción electoral. Por la pura casualidad, este 2024 habrá comicios generales en más de la mitad de países del mundo, incluidos Estados Unidos. También son significativos los de la India, que en estos momentos es el país más poblado de la Tierra. Ya veremos qué pasará. En cualquier caso, la mentalidad emergente global es la que es, y se parece poco a la que se manifestó en la década de 1960, por ejemplo. Es más bien su dorso.

2. Es evidente que la Unión Europea no se desvanecerá este 2024. Incluso parecerá que se fortalece, teniendo en cuenta la significativa expansión del espacio Schengen hacia el Este, que afecta a Bulgaria y Rumanía. En todo caso, la nueva mentalidad –que no ideología– que flota en el ambiente percibe la Unión como una mezcla de burocracia auspiciada por políticos de segunda ya amortizados en sus respectivos países, corrección política impuesta por la vía de las subvenciones y decisiones absurdas basadas en la teoría de la bicicleta (si no pedaleas, te caes). ¿Qué pasará, por ejemplo, cuándo las enormes subvenciones directas a las energías renovables colisionen con otras necesidades que también reclaman ayudas directas? La guerra de Ucrania ha mostrado hasta qué punto el gas y el petróleo siguen siendo imprescindibles en Europa. ¿Se resolverá todo solo con "moratorias" en relación con la energía nuclear, por ejemplo? (que es una manera eufemística de decir que no podemos prescindir de ella ni siquiera parcialmente). Este solo es un punto entre otros. Los franceses lo han resuelto de forma expeditiva –en Francia la energía es y será nuclear– y el resto simula que no se da cuenta. Planteado con diferentes grados de rechazo, el euroescepticismo ya tiene una presencia importante, no testimonial como ocurría hasta hace poco, en el Parlamento Europeo. Su catalizador son contradicciones como la que acabamos de exponer.

3. Enlazando esta cuestión con nuestros asuntos –los de los catalanes, quiero decir–, parece claro que la posición de la Unión respecto a las aspiraciones nacionales de Catalunya no va a variar. Al contrario. Y visto el rechazo frontal a la oficialidad del catalán por parte del Parlamento Europeo, no solo de España, se exacerbará en la dirección contraria. En 2017 ningún país de la Unión, ni uno, mostró el más mínimo interés en una Catalunya políticamente independiente. Esto significa que toda la estrategia de "internacionalización del conflicto" solo ha servido para acentuar lo que la causa tiene... de conflictiva. Pero resulta que nadie quiere conflictos, ni aquí ni en ninguna parte. Este fracaso debería servir para replantear radicalmente la estrategia a largo plazo del independentismo –lo que hace falta es comarcalizar el conflicto–, pero esto no ocurrirá porque algunos líderes de este movimiento no viven en 2024, sino en 2017.

4. En relación con la tecnología, todos sabemos –pero nos da vergüenza admitirlo– que nuestra relación con las pantallas, y más concretamente con el móvil, es anómala. En el caso de los jóvenes que pasan entre seis y ocho horas al día manoseando el teléfono es algo más que anómalo: es catastrófico. En 2024 todo seguirá igual. Si observan qué hacen nuestros representantes electos en los plenos parlamentarios, verán que se trata de una batalla perdida. Estamos ante un problema gravísimo, pero preferimos ubicarlo en un contexto costumbrista, como si solo se tratara de una anécdota. Pero no es una anécdota. La obligatoriedad de llevar el móvil pegado al cuerpo como si fuera una prótesis ya existe, de facto, en China. Aquí no nos falta demasiado.

Feliz año y todo eso.

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