La DANA y la metástasis del hormigón

Tareas de limpieza en Paiporta, en una fotografía del 7 de noviembre.
10/11/2024
3 min

A veces me pregunto qué dirán de nosotros los grandes pintores paisajistas del pasado (un Martí Alsina, un Vayreda, un Modesto Urgell, un Sunyer) si –a modo de hipótesis– contemplan con gafas largas vistas, desde el Paraíso, los paisajes actuales de Cataluña. Doy por segura su indignación y que es compartida por otros artistas bienaventurados. Como Paul Cézanne, por ejemplo, que tan bien administraba sus opiniones, a veces contradictorias pero siempre taxativas. Aquel genial ogro, obsesionado por el paisaje, le decía a su marchante, con un fuerte acento provenzal que divertía a los refinados de París: "Sabe, señor Vollard, para tener éxito en la vida hay que tener «temmperrammennt»!". No sería extraño que, desde la gloria, Cézanne continúe fiel a la advertencia que dirigió por escrito al "mundo oficial": "Os jodaremos desde la eternidad aún con más persistencia".

Diabético y sintiéndose viejo (¡a los 60 años!), el pintor escribía a un amigo: "Además, estoy como muerto. ¿Qué me queda por hacer, en esta situación? Si no fuera porque amo enormemente la configuración de mi país, ya no estaría aquí".

Ahora bien: ¿a qué se refería Cézanne cuando hablaba de la "configuración" de su país? Más en el paisaje de la Provenza, tan parecido al nuestro, que a su paisanaje, que a menudo execraba (especialmente "los intelectuales de mi país, un grupo de fechas para el saco, idiotas y sonados", como escribió en una carta a su hijo).

¿Qué habría dicho el gran pintor si sus coetáneos se hubieran dedicado sistemáticamente a destruir sus paisajes? Nuestro amor a la tierra, tan vitoreada en los últimos años, contrasta vivamente con el silencio con el que hemos presenciado su sistemática degradación física. Nuestros paisajes han sido dañados impunemente y con reiteración. Han sido tenazmente agredidos y violentados a lo largo de los años.

El resultado es indisimulable: cuesta cementada de una a otra; urbanizaciones y polígonos emportlanados en zonas inundables; sótanos en cursos fluviales; multiplicación de obscenidades inmobiliarias; apretón turístico sofocante; inextricable maraña (superpuesto y yuxtapuesto) de infraestructuras y cableados; la butifarra permanente, obsesiva, de los hilos telefónicos ensuciando el cielo de campos, calles y plazas; monas de Pascua en las rotondas, con decoraciones de fantasía kitsch; etcétera. Hemos visto todo. Una conclusión se impone: serían necesarias penas severas para los casos de “violencia de paisaje” (y si el agresor se proclama patriota, doble pena).

Que conste que no se trata principalmente de una cuestión de estética o ética. La tragedia de la DANA de octubre de 2024 me ha recordado la novela Crematorio, del valenciano Rafael Chirbes. És el retrato desolador de los años del boom inmobiliario de 2000 a 2008, del mundo de la especulación sin escrúpulos, el dinero negro y la corrupción en la costa mediterránea, donde la destrucción del paisaje se convertía en la manifestación y el símbolo de un proceso enloquecido de degradación, avaricia y mezquindad.

Uno de los personajes de la novela evoca los paisajes de Cézanne. Es un arquitecto que elogia el hormigón (la "bandera del progresismo arquitectónico") que Le Corbusier plantó "en los bucólicos parajes provenzales", pero constata que, a lo largo de décadas, el vástago de la Cité radiosa se ha ido reproduciendo y ha proliferado: "Una constelación de tumores, metástasis que se multiplican, que engordan hasta juntarse unas con otras y formar ramificaciones que ocupan decenas de kilómetros; mitomas, arborescencias nerviosas, espesándose, compactándose cada vez más".

Tras la tragedia valenciana, incluso deberíamos pensar que el escritor hizo corto en sus descripciones. A la degradación física y moral que retrató con tanto talento se le ha sumado un peligro vital. La metástasis del hormigón ha creado trampas mortales, y con la crisis climática se ha hecho mortífera. Los abusos, cada vez que un agente especulativo privado se apropia o destruye bienes y valores del territorio que son comunes, ya no plantean simplemente problemas de estética y de ética, sino de supervivencia, de vida o muerte. De los cientos de muertes de la DANA, ¿cuántos han sido víctimas de la crisis climática y cuántos de los efectos acumulados en el territorio por décadas de urbanización enloquecida? Ésta es la cuestión.

Después de la tragedia no deberíamos limitarnos a rehacer todo lo posible. Deberíamos deshacer todo lo que se hizo mal. Deberíamos deconstruir, desurbanizar, descimentar, descomprimir, renaturalizar. De eso, de momento, sólo tenemos unos pocos adelantamientos, como la recuperación de la marisma de la Pletera, en Torroella de Montgrí.

No nos engañemos: gran parte de nuestros paisajes han sido destruidos sin piedad, a golpes de codicia, mal gusto y dejadez. La catástrofe de conjunto es una deja a nuestros descendientes, con un encargo testamentario: que nos perdonen y que lleven a cabo en el porvenir, con solicitud y persistencia, la regeneración de nuestro territorio y de nuestros paisajes, la obligada curación física del país.

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