Un niño leyendo.
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Todavía veo en los metros y en alguna cafetería o terraza de nuestra querida ciudad a personas leyendo con un lápiz en la mano. Leen y subrayan. Algunas lo hacen con un simple bolígrafo, otros con lápices de colores. (Aunque parezca mentira, acabo de descubrir que existen páginas de internet donde se educa a subrayar, incluso se sugiere el mejor color, el amarillo, para esta operación tan familiar en la lectura de un libro). No sabría decir cómo empecé a leer con un lápiz en la mano, pero sí puedo decir que un día vi a alguien subrayando lo que leía. Me llamó la atención. Fue en la cantina de la mili. No dije nada, pero no tuve que analizar mucho, era claro que el soldado que compartía conmigo las guardias, subrayaba lo que consideraba de interés. Para mí esa fue siempre la condición para subrayar mis lecturas. Subrayar era como homenajear el pensamiento que acabas de leer, dejarlo grabado para siempre, no sólo en el papel, sino también en tu memoria. Subrayas para  enfatizar lo que consideras interesante. Sabes que el tiempo pasa y lo leído se difumina. Pierde su vida. Un tiempo después, sólo tenía que leer lo subrayado para rencontrarme con el tema del libro. Con el correr del tiempo, descubrí que en los países donde iba residiendo, había gente que procedía igual. Al principio me llamaba la atención, como si subrayar un libro fuera sólo un hábito circunscrito a mi ciudad natal. Como si en París nadie leyera con un lápiz en la mano, ni en Praga, ni en Trieste. Con el tiempo me convencí de que un lápiz remarcando unas líneas impresas también podía tener su historia, como la tiene la lectura en voz alta que se practicó durante siglos, hasta que un día alguien descubrió que quería leer para sí mismo, en silencio. 

Un libro y un lápiz al lado. Tenía un amigo que llevaba consigo un estuche con varios lápices de colores para que el subrayado fuera más nítido y eficaz. A la mínima frase sin desperdicio que mi amigo descubría casi eufóricamente, un color la destacaba como si lo hiciera para la posteridad. El subrayado era parte del ritual de toda lectura. Generalmente, la gente subrayaba (y todavía lo sigue haciendo) libros de ensayo. Y los estudiantes remarcan los libros de  texto. La ficción parece que invita menos a remarcar lo leído, aunque un servidor nunca pudo evitar subrayar algunos comienzos de novelas. Cómo se iba a dejar sin subrayar el comienzo de El gran Gatsby, la prodigiosa novela de Scott Fitzgerald. O aquel no menos magnífico relato, La balada del café triste, de Carson McCuller,  que empieza: “El pueblo de por sí ya era triste”. Cómo no incorporar estas joyas a nuestro acervo espiritual privado.

¿Se le podría ocurrir a quien sea, estigmatizar la operación de usar un lápiz para subrayar lo que está leyendo? ¿Y desacreditar una operación tan rentable culturalmente como leer con un lápiz en la mano? Pues sí. Una investigación realizada por Héctor Ruiz Martín, director del International Science Teaching Foundation, y por Marta Ferrero, vicedecana de Investigación de la Facultad de Educación de la Universidad Autónoma de Madrid, y Fernando Blanco, profesor de Psicología Social en la Universidad de Granada, concluye que esta práctica no es eficaz para el aprendizaje. No es mi intención, ni mucho menos, polemizar con estos señores (a los que, por cierto, me cuesta imaginárme en algún momento de sus vidas leyendo un libro sin un lápiz a su costado), al contrario, respeto sus estudios. Incluso agradezco ese informe porque ello me da la oportunidad para reflexionar sobre una cuestión que parece sólo un apéndice en el arte de leer. Espero que alguien algún día escriba un ensayito sobre esta importante materia. No hace mucho tiempo descubrí un pequeño libro donde se hacía un repaso histórico de los puntos de lectura. Me pareció increíble que se pudiera escribir una historia sobre este tema. En el libro había reproducciones de cuadros de pintores del Quattrocento y del Renacimiento, donde sus personajes leían libros donde se mostraba con harta evidencia los puntos de lectura. Yo nunca había  reparado en eso, hasta que leí dicho librito.

No sé por qué siempre me imaginé a Walter Benjamin leyendo con un lápiz en la mano. Y tampoco sé por qué me imagino a generaciones de estudiosos, de lectores corrientes, de sabios, de premios nobel, de escritores, de directores de diarios, de políticos, leyendo y subrayando.

Para terminar sólo agregar una frase del pensador George Steiner. Decía el autor de Lenguaje y silencio que un intelectual es “alguien, mujer u hombre, que lee un libro con un lápiz en la mano”. 

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario
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