El presidente valenciano, Carlos Mazón, ayer. JORGE GIL / EUROPA PRESS
07/02/2025
3 min
Regala este articulo

Pronto hará una semana que miles de personas clamaron por cuarta vez en Valencia por la dimisión de Carlos Mazón a causa de su gestión de la DANA. Antes, el Parlament de Catalunya había pedido lo mismo, en forma de petición testimonial, claro, porque no servía para apremiarle a resignar el cargo. Pero puso de relieve que en nuestro entorno no se suele dimitir por responsabilidad política. Sorprende, sin embargo, que la cámara catalana pueda instar al presidente de la Generalitat de abajo a dimitir y no pueda cuestionar a la monarquía como institución ajena al principio democrático. Y esto se debe a que el Tribunal Constitucional consideró, a instancias del gobierno de Pedro Sánchez, que el Parlamento se extralimitaba en sus funciones y que el rey estaba cubierto por la inviolabilidad. La diferencia es que, en ese caso, el gobierno socialista dijo que actuaba por "sentido de Estado", o lo que da igual, que había que proteger al responsable de la ominosa alocución del 3 de octubre, como antes se había hecho con su emérito progenitor, a pesar de las conocidas malvestados, con el pretexto de no abdicar porque el brécol ya pudía.

El lema "dimitir no es un nombre ruso" que encabeza este artículo apareció en las movilizaciones del 15-M como expresión de fatiga ante la falta de asunción de responsabilidades políticas frente a los escándalos. Y es que, a diferencia de los primeros años 90, en las postrimerías del felipismo, en las que hubo diferentes casos sonados, el verbo dimitir ya no se conjuga. Si existen, se trata de destituciones encubiertas de cargos subalternos, que se presentan como renuncias voluntarias ("por razones personales") que en realidad han sido forzados a marcharse para hacer de fusibles de sus superiores.

Pese a la crisis del sistema de partidos tradicionales y del bipartidismo rampante, con la fragmentación política hay paradójicamente menos dimisiones y la conducta predominante es la de resistir ante la irrupción de nuevos actores políticos como la ultraderecha y los populismos de la peor especie, tipo Alvise, como forma de resistencia democrática frente a lo que es de resistencia democrática frente a lo que recuerda democráticamente. No son habituales, pues, casos como los de los ex ministros Vicent Albero o Antoni Asunción. Tampoco abundan dimisiones como las de los también ministros Manuel Pimentel o Alberto Ruiz-Gallardón, o del consejero Santi Vila, por discrepancias con su jefe. O la del conseller Alfred Bosch, por la gestión de un caso de acoso sexual de un subordinado. O, a otro nivel, la de Alfons Jiménez, compañero de la consejera de Territorio, Silvia Paneque, como jefe de gabinete suyo, por una discutible imagen de nepotismo.

Se ha dicho que no existe una cultura de la dimisión. Quizá por lo de la moral católica y el perdón de los pecados, inexistente en la moral luterana que llevó a una ministra alemana a dimitir por plagiar la tesis doctoral. La tendencia natural es la de atornillarse a la silla o que los partidos no dejen dimitir a alguien por no dañar al colectivo. Aunque también es cultural que el sistema no facilite desgraciadamente el regreso al cargo en lugar de propiciar la muerte civil cuando existe exoneración, caso de Demetrio Lamadrid o el más reciente de Mònica Oltra. Y es que el problema, precisamente, es la falta de sentido institucional que permita jerarquizar las actitudes de nuestros maneros y estrechar el margen de respuesta que se considera socialmente aceptable.

La cuestión no deriva tanto de la carencia de mecanismos de control-sanción, aunque no iría mal que se pudiera censurar individualmente a un miembro del Gobierno o que hubiera mecanismos efectivos de revocación como el que llevó al cese del antiguo director de la Oficina Antifraude, Daniel de Alfonso. Y que se impulsen las medidas de regeneración democrática largamente anunciadas. El tema es que, como decía Jean Monnet, uno de los padres de Europa, la vida de las instituciones es más larga que la de las personas que las encarnan, y las instituciones, si están bien erigidas, acumulan sabiduría que transmiten a las futuras generaciones.

Dicho en otras palabras, si las instituciones no están construidas sobre bases sólidas y fiables, es imposible que haya consenso sobre lo que debe quedar al margen de la batalla partidista, aunque el sentido institucional es un concepto sutil, siempre difícil de discernir. Si no existe una mínima concesión al diálogo y persiste la extrema polarización en temas como las pensiones o el salario mínimo, entonces es imposible que haya consenso sobre qué conviene hacer en casos tan clamorosos y que dañan gravemente a las instituciones como los de Mazón o el del presidente del Parlamento balear, Gabriel Le Senne.

stats