

Cuando vivía en comarcas y tenía amigos en Barcelona con los que nunca podía quedar por la distancia soñaba con el día en que pudiera permitirme instalarme en la capital y así vernos todos, encontrarnos a menudo y disfrutar de tertulias y comidas distendidas. Cuando finalmente pude hacerme barcelonesa descubrí que la realidad en la metrópolis no era como me esperaba: aquí nadie tiene tiempo para quedar, todo el mundo tiene tanto trabajo, tantas cosas por hacer, está tan ocupado que no puede tomar un café o una merienda, una copa o una cena. Tengo amigas que veía más cuando tenía que coger el tren para quedarse con ellas. Conocidos con quienes incluso me creo de vez en cuando por casualidad y nos detenemos un buen rato a pie de calle y hablamos de temas que nos apasionan, intercambiamos opiniones, ideas, etc. Así, a toda prisa y molestando a los peatones que chocan con nosotros. Cuando nos damos cuenta de que hacemos tarde y tenemos que irse decimos siempre lo mismo: ¡tenemos que quedar! Sí, sí, debemos vernos, tenemos que organizar algo, va, hagámoslo sí, va esta vez sí. ¡Pero pasan semanas, meses, años! Y no hemos satisfecho el deseo de volver a vernos en condiciones, un deseo que parecía urgente. No, no hemos quedado. En mi caso particular se ha dado la absurda situación de encontrarme con conocidos en congresos, festivales y encuentros literarios... en la otra punta del mundo. Conocí a un escritor que vivía a dos calles de mi... ¡en Colombia! Y aunque nos caímos bien y compartimos una conversación agradable, no hemos vuelto a vernos en persona.
En el hecho de no poder quedar yo también tengo parte de responsabilidad, no digo que no. No sé cómo se practican las normas de hospitalidad que me enseñaron en casa en una ciudad como Barcelona, y más cuando todos tenemos mucho trabajo y muchas cosas por hacer. Me imagino que los asalariados de quienes se requiere la presencialidad deben socializar en su entorno laboral como hacía yo cuando todavía no era una autónoma que se autoexplota. Quizá sea lo único que añoro de trabajar para otros: la convivencia con los compañeros, la parte social que, vertebrada por la cotidianidad rutinaria, acababa tejiendo una especie de sentido de la pertenencia, de formar parte de algo. No sé si el teletrabajo o el control tecnológico de los trabajadores permiten aún estos espacios que escapan a la pura y simple productividad.
Pero no son sólo los cambios en el ámbito laboral los que han transformado nuestra forma de relacionarnos. El impacto de la tecnología de alta conectividad está teniendo efectos muy palpables en la comunicación que establecemos con otros y no siempre son efectos positivos. Un día tuve un sueño (últimamente tengo sueños políticos, será la edad) en el que pedía a las compañeras feministas que dejáramos las redes sociales y hiciéramos como nuestras predecesoras en los años setenta, cuando se reunían en pequeños grupos para transformar el mundo. Seguro que sufro una idealización de lo que fue ese momento histórico por culpa de la famosa foto en la que Maruja Torres y Montserrat Roig proclamaban que ellas también eran adúlteras. No reniego de las facilidades que nos han dado los intercambios digitales a la hora de transmitirnos informaciones y enviarnos mensajes, pero hay algo deshumanizador en esto de hablarnos siempre a través de una pantalla o un artefacto. La comunicación es mucho más que lo que decimos o escribimos, también importa la presencia física de la persona que tenemos delante, su expresión, su voz, con sus inflexiones y sus matices. Para quienes tenemos la nariz fina también importa el olor del otro y otros elementos imposibles de transmitir por WhatsApp. Sí, echo de menos las tres dimensiones, el movimiento, la textura y la viveza de sus cuerpos, que sois vosotros. Quedamos, va, sí, quedamos.