Eixample, ocho de la mañana

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Dos adolescentes con el móvil en el instituto.

Es una mujer –una madre– de pelo tintado de rubio, liso, vestida con chándal, que arrastra la bolsa de la compra. A su lado un adolescente de pelo de Màdelman (él no tendría la referencia), negros, derrumbado, también con chándal. Ella, fuera de sí, grita: “Sácale el brillo al puto móvil y apágalo!” Y lo repite: “Sácale el brillo al puto móvil y apágalo! ¡Apágalo!”

Se desgañita, se estira el pelo, desesperada. Ya se ve que el adolescente no le hace caso, ni lo hará. Ya no tiene edad para que ella le quite el aparato. ¿Qué haría si él se resistiera? La mujer le mira como si fuera un drogadicto, y quizás lo sea. No aparta los ojos de la pantalla (no le ha quitado el brillo). ¿Qué mira? No es una conversación de WhatsApp, porque no mueve ningún hombro de la cara, y cuando alguien habla –digámoslo así– por whatsapp, reacciona, aunque sea casi imperceptiblemente. Sonríe, corruga las cejas. Y él no hace nada. Es una colmena en una farola, un gato frente a una pelota, un bebé frente a uno –iba a decir libro de colores, pero diré– iPad.

“Para, vamos por la calle, levanta la cabeza!!! –grita la madre–. Hostia puta, hazlo, paralo, ¡damelo!!!” Pero él no hace caso. No es necesario esconderse en ninguna habitación, no hace falta ponerse sudadera con capucha, no hace falta morros, no hace falta irse. Basta con mirar la pantalla.

Mi madre ve que me la miro. Estaba tan fuera de sí que ni siquiera se ha dado cuenta de que estaba fuera de sí, y ahora, descabellada, suspira y se recompone. Le sonrío para que entienda que la comprendo. Que comprendo que aquel adolescente ya le es del todo ajeno, que ella esperaba a un hijo con el que hablar, con quien hacer bromas, y que tiene un robot. Ella mueve la cabeza, agradeciéndome y puniéndome el gesto al mismo tiempo. Entonces, me miro el móvil, que lo tengo en la mano (me ha sonado un mensaje) y sigo mi camino.

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