FRAGILIDAD. En la conferencia laborista del 2005, Tony Blair aseguró ante los suyos que debatir la globalización era como debatir si el otoño tendría que venir después del verano o no. El primer ministro británico acababa de revalidar la tercera victoria consecutiva para un partido que había abrazado la tercera vía para adaptarse a un mundo “lleno de oportunidades” pero solo para los que “les cuesta quejarse, los que son capaces y están abiertos y dispuestos a cambiar”, decía Blair. Un mundo que, según él, no perdonaba la fragilidad.
Ese mundo, si es que alguna vez existió de verdad, ya no está. Hoy el comercio global está embarrancado en el canal de Suez. Nuestro consumismo, que viaja en contenedores de punta a punta de mundo, ha quedado tocado por una nueva realidad. La pandemia nos ha demostrado las debilidades de las cadenas de valor global, interrumpidas con la irrupción del coronavirus en el continente asiático, y el confinamiento nos ha obligado a repensar nuestra relación con el entorno.
La crisis del covid-19 ya ha hecho desaparecer 350 millones de puestos de trabajo a tiempo completo, según la OIT (Organización Internacional del Trabajo). Pero, sobre todo, es esta nueva conciencia de fragilidad la que pone en cuestión todo el sistema.
Una dosis de la vacuna de BioNTech/Pfizer necesita 280 componentes que vienen de un grupo de países diferentes. Es mucha complejidad -de producción y logística- para un tiempo de incertidumbre y de miedos.
CUESTIONAMIENTO. La globalización está bajo presión y no es solo por los efectos desestabilizadores del bloqueo provocado por un barco de carga que tiene tantos metros de largo como el Empire State de Nueva York tiene de altura. El aumento del consumo global cohabita con los discursos proteccionistas y la necesidad de recuperar puestos de trabajo. Ya hace dos décadas que el descontento con la globalización ocupa la calle y las urnas: de la llamada Batalla de Seattle del 1999 a la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
Según la nueva directora general de la Organización Mundial del Comercio, Ngozi Okonjo-Iweala, lo que pasa es que la globalización se está reorganizando. Pero, más allá de la economía, también nuestras percepciones y certezas han cambiado en las últimas dos décadas. Incluso entre los laboristas de Tony Blair, que han visto cómo sus votantes más castigados por la transformación económica e industrial los abandonaban.
RESCATE. La hiperconectividad nos ha hecho sentir más frágiles. Pensadores y activistas avisan de que hemos entrado en proceso de agotamiento o extinción. Marina Garcés escribía en 2017, en la compilación de ensayos que configuran el libro El gran retroceso, que “en el después del después póstumo, la acción colectiva ya no se entiende desde la experimentación sino desde la emergencia, como operación de salvación, como reparación o como rescate”.
Estamos en plena urgencia. Los Estados Unidos de Joe Biden han anunciado una inyección de casi dos billones de dólares para hacer frente a las secuelas económicas de la pandemia. Mientras tanto, la Unión Europea embarranca, una vez más -primero con la política y ahora con un Tribunal Constitucional alemán que se tiene que pronunciar sobre los fondos pospandemia-, antes de desplegar su respuesta financiera a la crisis.
La maquinaria de inyectar dinero a patadas funciona solo en algunas geografías. Para los países en vías de desarrollo los créditos de la ayuda financiera internacional y el alivio de la deuda llegan con cuentagotas. No basta con reorganizar lo que ya tenemos. Hacen falta medidas extraordinarias. Estamos en tiempo de emergencias, de rescates y de transformación.