El embate nihilista

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Protestes en el centro de Zúrich en contra de la guerra en Ucrania

1. El lado suicida. La angustia con la que se sigue la guerra de Ucrania tiene que ver con los dilemas morales que hay sobre la mesa. Cuesta asumir que no se pueda hacer más en ayuda de los ucranianos, que no se pueda ni parar la guerra ni entrar para ayudar a ganarla. En caso de conflicto, la primera opción tiene que ser siempre la negociación, pero solo es posible si todas las partes están listas para jugar. Es decir, si se está dispuesto a entrar en la lógica del coste-beneficio: encontrar un punto óptimo para los dos contrincantes en función del cálculo de ganancias y pérdidas.

De momento, no es el caso. Estamos en un conflicto que tiene un único causante: Vladímir Putin, que se ha montado una película al servicio de su particular huida hacia adelante. Ni la pasividad de Europa en los embates precedentes de la carrera imperial de Putin ni los errores acumulados por Occidente en el paso descontrolado del sistema soviético al capitalismo oligárquico justifican la escalada rusa. La guerra de Putin forma parte de la tradición nihilista –no hay límites, todo está permitido– y, para que quede claro, no ha tardado en mover el peón de la amenaza nuclear. Putin no puede soportar ninguna debilidad. A pesar de que las tiene, y se han mostrado pronto: su estrategia se ha encallado porque el cálculo de la operación era equivocado. Tenía que ser un paseo militar y va por el camino de convertirse en una carnicería, precisamente porque él no puede dar ningún paso atrás. Es el lado suicida del nihilista, que prefiere acabar con todo, incluido él mismo, que ceder.

En el convencimiento de que la intervención directa conduciría a la catástrofe, no se pueden hacer más que gestos de ayuda, que en el caso de Alemania tienen el valor simbólico de dejar atrás la tradición de no-intervención que había hecho suya como forma de reparación después del nazismo. Estamos ante la paradoja de la disuasión nuclear, que quizás es cierto que ha hecho imposible una tercera guerra mundial, pero que da impunidad al invasor que amenaza con la catástrofe. ¿Hay alguien que pueda hacer entrar en razón la sinrazón de Putin? ¿O solo se puede esperar que se estrelle sola? Ahora mismo parece que predomina la idea de que solo de su entorno inmediato (un grupo concreto de oligarcas apadrinados por él y los mandos que lo acompañan) podría salir la dosis de realismo necesaria para pararlo antes de perderlo todo.

2. Europa geopolítica. En esta situación, ya se especula quizás apresuradamente en un gran giro hacia el Europa geopolítica, según la expresión de Josep Borrell. Todo es hipotético, en este momento, y dependerá mucho de la duración de esta crisis. Sabemos perfectamente que cuando se sale de un descalabro la primera tendencia es pasar página. Y en parte si estamos aquí es porque esa inercia se ha aplicado demasiadas veces. Los buenos propósitos de ahora tienen un sentido: evitar el debate sobre lo que ya se ha decidido que no se puede hacer y escenificar un amplio apoyo ciudadano a la estrategia a seguir. Pero da risa que ya se dé por reformado el escenario político de Europa y de cada uno de sus países.

En España los cazadores de populistas (y nostálgicos del bipartidismo) ya sueñan en una gran coalición PSOE-PP, una especie de neutralización del régimen de consecuencias imprevisibles, que podría tener fácilmente efectos de radicalización, tanto por los extremos como por las periferias. El neoliberalismo autocrático que Putin ha llevado a su máxima expresión está presente en el ideario de muchos partidos y organizaciones europeas y españolas, de Orbán a Abascal pasando por Zemmour, y si estos días optan por el perfil bajo es porque saben que la opinión pública ha visto el auténtico rostro del autócrata y no se quieren quemar. Dicho de otro modo, la vía autocrática –el mundo está pleno de ejemplos– es una expresión política natural del capitalismo extractivo actual. Que el amplio consenso contra Putin no nos haga perder de vista la realidad. Reformar Europa pasa por revitalizar unas democracias muy ablandadas. Y no se hace, como por arte de magia, bajo el impacto emocional de la guerra de un déspota.

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