Esperando el acuerdo

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El expresidente Carles Puigdemont reunido ayer con la cúpula de Junts en Bruselas.

Hace días que muchas y muchos, en toda España, esperamos que se produzca el acuerdo definitivo para la investidura de un nuevo gobierno y, sobre todo, de un nuevo entendimiento que permita cambiar muchas cosas. El jueves por la noche ya se daba por sentado, dada la firma de Esquerra; el viernes, nuevo parón. Junts alarga ese momento de protagonismo absoluto y con él la sombra de una posible ruptura. La guerra abierta entre los dos partidos independentistas, tan inquietante y desmovilizadora, sigue viva, por encima de todo interés colectivo.

Es una nota discordante en un proceso que parece ir hacia un posible entendimiento entre posiciones mucho más antagónicas. El acuerdo, si acaba produciéndose, será una gran noticia, que llenará de satisfacción a una parte importante de la población, aunque enfurezca también a otra parte. Y será una buena noticia por varias razones: la primera, pero no la única, porque aleja la posibilidad de un ejecutivo PP/Vox, que no puede descartarse si hubiera nuevas elecciones. Cuestión no menor, vistas las políticas derivadas de la alianza entre estos partidos. De ahí a tratar de desterrar el catalán o de silenciar a las mujeres, como ya se está viendo por todas partes, solo hay un paso.

Un segundo motivo de satisfacción es porque, si el acuerdo llega, prevalecerá el seny. Sé muy bien que en Catalunya gusta más la rauxa; el seny nos parece un poco burgués, aunque forma parte de nuestra leyenda pactista. La rauxa tiene el prestigio de estar hecha de atrevimiento, de heroicidad, de huir del posibilismo y la política del peix al cove. Todo el proceso independentista ha sido un ejemplo extraordinario de ello: ¡pedimos lo imposible y nada más! Un increíble ejercicio de movilización colectiva arrastrada por un ideal que negaba la realidad para poder sobrepasarla.

Como era previsible, la realidad se impuso, lo que implica volver al posibilismo para impedir que la fuerza creativa de aquel movimiento se convierta en destructiva y para que, por el contrario, permita lograr mejoras difíciles de obtener sin el azar actual. No se trata solo de borrar los estragos del 155 y la acción judicial para volver al punto de partida. Se trata, desde mi punto de vista, de hacer posibles una o varias legislaturas en las que, a cambio de apoyo, se vaya doblegando la vieja pasión centralista y autoritaria todavía tan presente en la tierra castellana, y se empiece a reconocer la existencia de esta España cada vez más plural, que debería enorgullecerse de serlo, en vez de combatirse a sí misma.

Y un tercer motivo de satisfacción: estamos en una época de polarizaciones, de estallido de los enfrentamientos hasta horrores que ni sospechábamos que pudieran producirse ahora. Algunos de los gobernantes elegidos por los pueblos niegan las evidencias, la razón, el sentido común, los avances conseguidos con tanto esfuerzo; a su vez, tienen un inmenso poder de destrucción y de creación del caos. Comprobar que, en este momento, partidos políticos con proyectos tan distantes como los que confluyen en esta investidura son capaces de ponerse de acuerdo, pese a las enormes dificultades y críticas que tendrán que soportar, el enorme precio que les harán pagar sus propios simpatizantes, es una brizna de esperanza respecto a la capacidad de negociar, de pactar, de entender al otro, que aún conserva al menos una parte de la humanidad.

Ha ganado el seny, sí, y todo el mundo ha cedido, más allá del teatro habitual en estos casos. Pero sabemos que no va a ser fácil, que son muy potentes los intereses contrarios. En todos lados habrá quien gritará alevosía, ya lo están haciendo la derecha y la extrema derecha, que ya creían tener el poder en sus manos en las elecciones pasadas; y lo hará sobradamente: gran parte de su apoyo electoral conseguido a causa de la ideología centralista, de ese sentimiento español que hace que muchos de nuestros conciudadanos, especialmente la gente más humilde, se consideren algo superiores si pueden dominarlos otros, aunque solo sea por la ilusión de imponer una lengua o unas tradiciones como las matanzas de toros. Amenazarán, lo están haciendo ya, con el horror, la destrucción, el gran derrumbe. Habrá que resistir al máximo, y, sobre todo, no caer en provocaciones excesivas, que les ponga fácil el contragolpe.

También en Catalunya habrá, probablemente, la tentación de la denuncia, de ese grito de “botifler” que siempre encuentra a alguien para hacerlo culpable. Es difícil renunciar a nuestro momento de heroicidad vital, de esperar lo imposible. Pero Catalunya es un pueblo entero, y nadie puede apropiarse ni de su historia ni de su futuro. Que muchos de los dirigentes hayan sido capaces de apostar por el seny, alejándose de su aura de héroes irreductibles, me parece, en este momento, un gran paso adelante, que la mejor España deberá a Catalunya y tendrá que agradecerle.

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