Era la noticia de ayer. Venía de Europa y se refería a nuestra lengua. Yo me tuve que frotar los ojos varias veces cuando en la tele lo oí decir a Melero (siempre será Melero). Un informe del comité de expertos sobre la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias del Consejo de Europa publicado este martes “muestra una profunda preocupación por la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) queimpone un mínimo del 25% de castellano en las aulas de Cataluña”. Aparte, critica "la falta de uso de la lengua catalana en algunos ámbitos de la administración pública, como la justicia o la sanidad". En la justicia, sobre todo, ocurre algo que no suele verbalizarse: hay acusados que tienen la sensación de que si quieren declarar en catalán se señalan y se perjudican.
Ya no tenemos, entre nosotros, aquella beligerancia permanente del partido político naranja, que hacía de la estridencia, el rasgo, el esperpento, nuestro día a día lingüístico. Parece mentira, pero todo esto ya es pulso. Hubo una batalla de lenguas, y no de hablantes. Esta lengua era mala, no normativa, distinta, extraña, impropia. Esa otra, en cambio, buena y natural, deseable (y decían que oprimida). Ninguna lengua resta, todas suman, y lo sabemos exactamente los catalanes, que, como mínimo, como mínimo, somos todos bilingües.
Gastar este derecho, cada minuto, el derecho que tiene todo el mundo de hablar y ser entendido en la lengua propia del territorio donde se vive (una lengua infinitamente más antigua que los señores que lo han querido prohibir o arrinconar) es muy cansado . Hablar en catalán en el taxi, en el médico, en la peluquera –que es muy simpática–, en el súper, en el tren, en los restaurantes, es tan heroico... Pero no siempre queremos ser héroes.
Entraría en un bar moderno y pediría algún beber para celebrar esta noticia si no fuera porque sé, perfectamente, que la chica joven y simpática de la barra no me entenderá a menos que le pida un muffin.