ANTES DE AHORA

Ya estamos en Formentor (1931)

Piezas históricas

Carles Soldevila
2 min
Carlos Soldevila en Formentor con Keyserling, Joan Estelrich e Isabel Llorach.

Columna de Carlos Soldevila (Barcelona 1892-1967) en La Publicidad (27-III-1931) a raíz de la visita hace años en Cataluña y Mallorca del filósofo, naturalista y escritor Hermann Keyserling (Könnu, Estonia, 1880 - Innsbruck, Austria, 1946). En Barcelona fue acogido por Carlos Soldevila, José María de Sagarra, Juan Estelrich e Isabel Llorach, presidenta del Conferentia Club, que le había invitado. Las ideas de Keyserling eran tributarias de Platón y Kant, y sintonizaba con las líneas intuicionistas e irracionalistas de Bergson, Schelling, Dilthey y Simmel. Fundó en Hessen una escuela de la sabiduría donde invitó al poeta indio Tagore. Soldevila, el articulista diario más constante de su generación y uno de los más leídos, se pregunta al final de esta prenda sobre la propia manía profesional, recurso habitual en los grandes clásicos ingleses del llamado periodismo íntimo.

¡Qué calma! Ayer, a las nueve de la noche, estábamos en Barcelona, ​​junto al monumento a Colón. Hoy, a las nueve de la mañana, estamos en el Hotel Formentor, frente a un delirio de azules, verdes, morados y blancos –un delirio pacífico, un delirio sedante–. Hemos venido, según todas las apariencias, para celebrar una "semana de juicio", bajo la dirección del gigantesco filósofo que se llama conde de Keyserling. He dicho "semana de juicio" y no "de sabiduría" porque ese término me parece mucho más adecuado que aquel e infinitamente menos pedante. Sé que mis compañeros –Estelrich, Pla, Sagarra– ya están aquí desde hace un par de días; sé que también está el conde de Keyserling... Pero, son las doce del mediodía, tres horas hace que vuelvo por los bosques, por las playas, por las terrazas del hotel y no he visto a ninguno de esos compañeros admirables. Según todas las apariencias todavía reposan. Hacen bien. No digo que la mañana, en plena naturaleza, carezca de alicientes poderosos que tal vez aconsejen levantarse temprano y apresurarse a embarcarse sobre este lago que es la bahía de Pollença. Pero ¿quién asegura que de la cama estando, con la ventana abierta –ventana apaisada que encantaría a los partidarios del arte nuevo– no contemplan el panorama y no aspiran sosegadamente ese aire soleado, lleno de sal y de yodo? Seguramente esto es lo que hacen. No aseguro que mañana, que ya me habré incorporado de lleno a su noble secta, no les imite. No digo que no. Es muy posible que la cordura, en su primer capítulo, recomiende tomarse las cosas con esta calma. Una pareja de ingleses –los veo con sólo desviar los ojos de la escritura– descienden cogidos de la mano por una rampa recreada que conduce hasta el borde del mar. No parecen irse a suicidarse... No siento sino el tuit de los pájaros y el rumor –suavísimo– de las olas. ¿Idílico? Enteramiento idílico. Tanto que empieza a hacerme angustia el martilleo de mi sacapuntas de escribir que he cogido el vicio de trajinar conmigo. ¿Cómo es que todavía me queda deleite para hacer artículos? Debe hacerlo la inercia, los últimos vestigios de la inercia...

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