Entre los años treinta y principios de los años cincuenta del siglo pasado –es decir, durante el reinado de Stalin, con excepción del paréntesis de la llamada Gran Guerra Patriótica (1941-1945)–, los partidos comunistas de todo el mundo, que de hecho funcionaban como un solo partido con vértice en Moscú, experimentaron incontables purgas internas, que la retórica oficial del movimiento justificaba e incluso alababa con la consigna "El partido se fortalece depurándose". Es decir: extirpar del cuerpo del partido a dirigentes o militantes no lo bastante dóciles, eliminar la sombra más leve de disidencia, de heterodoxia, de pensamiento autónomo, no tan solo no era sinónimo de crisis o de debilitamiento sino que, al contrario, el partido lleno de cicatrices y de amputaciones emergía más fuerte; sí, porque ahora –y al menos hasta la siguiente purga– todos sus miembros pensaban exactamente igual, practicaban una obediencia ciega y se vigilaban mutuamente con el máximo celo.
Esta práctica, de la cual fueron episodios célebres los Procesos de Moscú (1936-1938), el proceso Rajk en Hungría en 1949 o el proceso Slansky en Checoslovaquia en 1952, pero también –a escala menor– el caso Comorera, no solo liquidaba físicamente o moralmente a millones de personas, no tan solo destruía familias (Núria Comorera renegó públicamente de su padre, tildándolo de “traidor”), sino que fue políticamente desastrosa para la causa que defendían sus promotores.
En la Europa del Este, esto que heroicos dirigentes de ayer se volvieran de repente “terroristas”, “espías” del fascismo o “agentes” del imperialismo, “saboteadores” y “enemigos del pueblo” arrebató cualquier credibilidad a los regímenes comunistas, que solo subsistieron por coacción. Más cerca nuestro, el PSUC no se volvió en el gran partido del antifranquismo hasta que, dejando atrás los sectarismos doctrinales de los años cuarenta, abrió de par en par sus filas sin hacer pasar a los nuevos militantes severos exámenes de marxismo-leninismo ni comprobar si tenían en las manos suficientes durezas de proletario. Había bastante con que compartieran un objetivo común: la superación del franquismo en clave progresista. Que después, ya en democracia, el partido no supiera gestionar su rica heterogeneidad interna es otro problema.
Si bien las respectivas tradiciones y culturas políticas no tienen nada que ver, me inquieta observar en el seno del actual independentismo mayoritario reflejos sectarios y actitudes excluyentes –"Más vale pocos, pero de los nuestros"– que recuerdan a los del viejo comunismo de hace setenta u ochenta años. Sin sangre, claro, solo con palabras.
Sin duda, las frustraciones acumuladas por el Procés desde el 2017 deben de tener mucho que ver, y las redes sociales lo amplifican hasta extremos grotescos. Pero, aun así, resulta desolador que el más mínimo incidente en el terreno de la opinión publicada, o de la dialéctica política, o de la gestión institucional desate un alud de improperios del tipo vendidos, botiflers, renegados, ñordos, etcétera. En una situación en la que los medios de comunicación favorables a la independencia de Catalunya se encuentran en franca minoría, encoge el corazón que haya quién se complazca a discernir entre líderes de un independentismo auténtico o bien falso, y quién vele con ánimo de fiscal Vyshinski por la pureza independentista de este o aquel medio, buscando de manera enfermiza indicios de traición, de flojera, de contemporización o de connivencia con el enemigo.
Algunos, sin otro mérito que la edad, sumamos decenios polemizando en los medios con abanderados del españolismo foráneo o local (desde Fernando Savater, Eugenio Trías o Félix de Azúa hasta Joan López Alegre, salvando las siderales distancias); y, en el curso de aquellos debates, nos hartamos de oír a contrincantes que, a falta de argumentos mejores, descalificaban nuestra defensa de los derechos nacionales de Catalunya con la tesis de que éramos unos asalariados, unos mercenarios, unos paniaguados, unos hombres de mano (esto último es del académico De Azúa) de las instituciones catalanas. Quizás por eso me resulta especialmente indignante leer a supuestos paladines del independentismo one hundred per cent que pretenden invalidar otras voces independentistas sobre las bases de que están “a sueldo de la colonia”, que quieren “subsistir de la oficialidad”, que –pecado supremo– coinciden con “el partido en el gobierno”. ¡Y yo que me pensaba que partidos en el gobierno catalán había dos, en condiciones casi paritarias! Ya ven si estoy mal informado...
Los historiadores sabemos algo sobre el pasado, pero nada de particular sobre el futuro. Quiero decir que no tengo ni idea sobre cuál será el desenlace del ciclo reivindicativo independentista iniciado en Catalunya hace una década. Una cosa, sin embargo, sí que me parece fácil de pronosticar: si se anda en orden disperso y en un clima de guerra civil moral entre independentistas, si las divergencias tácticas y estratégicas son presentadas como traición y botiflerismo, el fracaso y la derrota están asegurados. No, la causa de la independencia no se fortalece en base a excluir a estos o aquellos con calificativos de melodrama barato. Así, lo que se hace es convertir la causa en una secta.