1. Estados Unidos. Decía Richard Sennett, en el ARA, en la entrevista de Quim Aranda: “Creo que nos dirigimos hacia una especie de guerra civil temporal en EE.UU.”. La palabra guerra sobrevuela el planeta y cada uno la adapta a sus circunstancias. Es evidente que las fracturas americanas –en parte fruto de la insolencia de Trump– se han hecho cada vez más visibles en el resto del mundo. La derecha americana se ha dejado arrastrar por el despotismo pornográfico de su líder. En el fondo es la última expresión de una sociedad dual, que viene tan dividida de lejos que no ha encontrado la forma de renovar las bases jurídicas heredadas de sus fundadores. Las normas que regulan la República, empezando por la elección del presidente, nunca han sido actualizadas, y contribuyen a agrandar la fractura. Tan desajustadas están con la realidad que un candidato republicano puede ser elegido presidente con tres millones y pico de votos menos que el candidato demócrata. Expresión de una división tan irreconciliable que no permite actualizaciones que requieren acuerdos muy amplios.
Todo ello hace que EE. UU. arrastre siempre esa sensación de fractura a la que Sennett hace alusión. La novedad es que ahora mismo estamos en uno de esos momentos propicios para pensar que la confrontación está volviendo a escalar en todo el mundo. Y que el riesgo de fractura de las sociedades se extiende. ¿Un espejismo propiciado por la hegemonía de la comunicación digital, que parece exacerbar las distancias en lugar de favorecer los intercambios y pactos?
2. Francia. Después de unos años que parecía que la vida llevaba a cierta distensión, consecuencia de la resaca bélica del siglo XX, desde la crisis de 2008 van volviendo las tensiones. Los partidos que habían configurado las democracias liberales y que dejaban al margen las formas de radicalización totalitaria se sienten en riesgo de perder la hegemonía que compartían, y se vuelven a abrir grietas. El presidente Macron, que parecía estar por encima de todas las cosas, se ha encontrado de repente desbordado por un escenario que lo ha superado cuando él se creía insuperable. Y todo intento de recuperar de nuevo la iniciativa no ha hecho otra cosa que agrandar los agujeros y cavar su propia tumba política. Desconcertado porque la extrema derecha llegó primera a las elecciones europeas, tiró la casa por la ventana y convocó elecciones legislativas. Se llevó la gran sorpresa: una movilización general del electorado –con una participación histórica– impidió la victoria de Reagrupamiento Nacional, con la izquierda pasando por delante.
Solo la frustración y el resentimiento permiten entender la reacción de Macron. Como dice Henri Guaino, antiguo asesor de Nicolas Sarkozy: "Es la primera vez en la historia de nuestra República que un gobierno no tiene legitimidad democrática". Efectivamente, el ganador –en este caso, la izquierda– era siempre quien formaba gobierno. Pero Macron, a la suya, puso en el gobierno al bloque central, que perdió ochenta diputados. Y el actual primer ministro conservador, Michel Barnier, depende totalmente del partido de Marine Le Pen, que lo puede tumbar cuando le dé la gana.
3. Catalunya. En todo caso, errores manifiestos de Macron aparte, lo ocurrido en Francia está en la estela de lo que hace tiempo que ocurre en Europa: la extrema derecha roba votos a la derecha y espera, sin prisa, que esta se ponga en sus manos. Le Pen tiene la sartén por el mango: ella marcará los tiempos, sabiendo perfectamente los límites del frente republicano, que Macron acaba de liquidar al no asumir el resultado de las urnas. A partir de ahí, el tabú a la extrema derecha se levanta. Con la boca pequeña primero, pero de manera cada vez más acelerada, las derechas van considerando que no hay para tanto. Y se acercan por sintonía y por necesidad –para poder sumar y ganar las elecciones–. De modo que los prejuicios caen rápidos y la extrema derecha poco a poco se va sintiendo legitimada.
Esta misma tendencia ya está en la política catalana. Cada día que pasa, Aliança Catalana y Vox empujan más. Y cada vez son más los que se muestran comprensivos e insinúan la necesidad de darles reconocimiento. Por un lado, ya ha comenzado el blanqueo de Silvia Orriols y compañía, por el otro, el PP hace tiempo que pacta con Vox en toda España. Eso sí, siempre que se dé una incondicional adhesión a la causa patriótica de cada casa. Les habrá sido fácil. Es la claudicación que confirma la deriva de las democracias liberales.