

Hace unos días, Timothy Snyder escribió este tuit: "A Trump le gusta ser el número dos. Le gusta hacer el trabajo de relaciones públicas, estar delante de la cámara, recibir adulación, pero sirviendo a un superior. Musk lo dominará en casa y Putin lo dominará en el extranjero indefinidamente [...] Para él, eso no conlleva ninguna tensión. Él es así". El espectáculo que vemos en directo todos los días desde la Casa Blanca no hace más que corroborar lo que dice Snyder.
Musk, ante todo, es un contratista que quiere exprimir al máximo los beneficios de su relación de privilegio con la administración Trump, que llega hasta el punto de deshacerla y volverla a rehacer a su conveniencia. Pero después, o simultáneamente, está el componente orgiástico. Es coherente que Elon Musk quiera identificar a sus empresas y productos con la letra X, que los bienpensantes quieren leer como el signo de la incógnita, de lo desconocido, pero que, mucho más adecuadamente, es también la letra que representa el porno hardcore más mugriento. Musk es el hombre más rico del mundo y ha decidido que esto le permite vivir sus fantasías megalómanas: hace unos días proclamaba "vamos hacia Marte" (el objetivo de sus vuelos espaciales), poco antes de exhibirse complacido con la motosierra de Milei. A Musk le gusta mostrarse disfrazado: de gladiador, de rapero gangsta, de superhéroe, de criptobro. "El sentido del humor ha vuelto a la Casa Blanca", dijo, como si estuviera en otra película, seguramente del Joker. En su vida privada, que él se preocupa de hacer pública, Musk ha hecho de su casa una especie de granja de esposas e hijos, al estilo de El cuento de la criada, con él haciendo el papel de semental. Le gustan las cámaras tanto como a Trump y quiere que el mundo entero vea cada día su cara, ya muy hinchada de bótox pese a ser todavía relativamente joven. Musk aspira a tomar el relevo de Trump al frente del Partido Republicano cuando el hecho biológico lo propicie. Cuando esto ocurra, Musk probablemente ya será otro espantajo con la piel de color naranja.
En medio de ese ambiente obsceno se cumplen tres años de la invasión rusa de Ucrania. Musk y Trump quieren presentarse como líderes compasivos con el dolor de los ucranianos, que según el presidente estadounidense ha sido causado por Zelenski y no por Putin. De acuerdo con esta lógica típica de la ultraderecha, se proponen acabar la guerra por la vía expeditiva de declarar culpable al agredido y vencedor al agresor, que puede llevarse la parte de territorio que ha conquistado y también la que le apetezca añadir. Putin ejercerá efectivamente su influjo sobre el presidente de EEUU en la agenda internacional, más o menos como Musk hace en el día a día. Europa, mientras, se lo mira con impotente estupefacción, China con fría distancia, y el presidente de la India, Narendra Modi, otro autócrata, con avaricia. La diplomacia y el diálogo entre las partes parecen tener poca cabida en un nuevo orden mundial que cierra en falso una guerra más o menos de la misma manera en la que Trump pagaba el silencio de la actriz porno Stormy Daniels.