Nos hemos convertido en conejitos de indias digitales

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Una niña con un móvil.

Un grupo de madres y padres de Poblenou de Barcelona, ​​entre los que me encuentro, pusimos en marcha hace un mes una iniciativa (Adolescencia libre de móvil) que tiene por objetivo aplazar la llegada del móvil al bolsillo de nuestros hijos. Si esta iniciativa se ha extendido como la pólvora mediante un canal con más de 10.000 familias interesadas y 154 grupos territoriales organizados ya en todo el estado español, es porque constatamos que nos hemos equivocado como sociedad. Hemos naturalizado dar un teléfono inteligente a nuestros hijos en el paso de primaria a secundaria, una edad en la que la gran mayoría ni están preparados ni lo necesitan. Según datos del INE, el 85% de los niños de 12 a 14 años tiene un teléfono propio. Y hemos llegado a este punto, después de años, porque creíamos que la tecnología era neutra. Como sociedad hemos confiado ciegamente en las bondades de la innovación tecnológica sin evaluar cuidadosamente sus consecuencias en cuanto a la salud mental o el impacto social.

Esto me lleva a hacer una reflexión más profunda sobre la tecnología digital, móvil y el principio de precaución. ¿Por qué dejamos que la tecnología digital, una vez desarrollada, salga al mercado sin evaluar su impacto? ¿Acaso pensamos que la tecnología digital es inocua y no pide el mismo tipo de control que, por ejemplo, una tecnología de salud? Pongamos por caso una empresa farmacéutica que quiere comercializar un medicamento nuevo. Éste deberá pasar por una serie de pruebas: fases de evaluación preclínica y clínica, tests y agencias reguladoras que permitan demostrar, no sólo su utilidad, sino que no supone ningún peligro para la salud pública. Un proceso que puede llegar a aplazar su comercialización hasta 10 años. Fijémonos qué ha pasado con una tecnología como la delsmartphone, que inició su comercialización en 2007. En los últimos años empezamos a tener metaanálisis comparativos que relacionan, aunque tímidamente, el excesivo uso de teléfonos inteligentes con un volumen cerebral reducido y activaciones alteradas (Lin, Hsiu-Man et al ., 2022). ¿Estos estudios son concluyentes? Queda trabajo por hacer. ¿Podríamos haberlo previsto? Era difícil. Pero haber tenido en cuenta el principio ético de precaución nos habría llevado a realizar una buena evaluación de los riesgos antes de su salida al mercado. Si no hacemos esto, con cada nuevo gadget tecnológico que aparezca nos veremos en poco tiempo apagando fuegos, rasgándonos las vestiduras y vertiendo generaciones enteras a hacer de conejitos de indias digitales.

Algunos argumentarán que no puede frenarse el progreso tecnológico. Como tengo serias dudas de que progreso tecnológico implique siempre progreso humano, al menos bajar el ritmo de la innovación digital nos permitirá desacelerar nuestras vidas. Se trata de frenar para ir algo más sobre seguro y así asumir lo que realmente nos resulta positivo de la tecnología, poco a poco, a un ritmo antropológicamente digerible. La fascinación que nos produce la tecnología se esconde detrás de esa ceguera que nos impide ver que toda innovación debe ser evaluada en todas sus consecuencias.

El último ejemplo lo tenemos en el caso de la mal llamada inteligencia artificial. En la carrera de las cuatro grandes empresas por su desarrollo, ser el primero en salir al mercado era clave. De un día para otro todos manejábamos softwares generadores de texto y de imagen. Pero, ¿alguien ha evaluado cuáles son las consecuencias de poner directamente en manos de la gente, de los gobiernos y de las empresas, una tecnología no testada antes, cuyo alcance no conocemos y que cómo han advertido muchos expertos puede tener ¿unas consecuencias mayúsculas en el campo de la democracia, la comunicación, la vida social o el aumento de desigualdades?

El principio de precaución es una buena respuesta ética, política y jurídica a las situaciones de incertidumbre. Nada es tan urgente en el campo del desarrollo digital que no pueda esperar a una evaluación previa. Quizás ha llegado el momento de plantearnos que para los widgets tecnológicos no es suficiente con educación o formación una vez éstos están circulando entre nosotros, sino que mucho antes necesitamos agencias que evalúen su impacto, comités éticos donde expertos en salud, psicología, educación y derecho puedan prever sus consecuencias más negativas y ensayos que nos aseguren que los riesgos son controlados. Sí, incluso a expensas de aumentar la burocracia o hacernos pesados. Habrá que crear unos mecanismos de evaluación de impacto de las nuevas tecnologías digitales muy similares a los que ya funcionan en el mundo de la salud.

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