Emmanuel Macron, presidente francés, en la cumbre sobre inteligencia artificial de París, el 10 de febrero.
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Este artículo lleva sobre la importante Cumbre Global sobre la IA que se celebró en París la semana pasada, donde se puso de manifiesto la necesidad de una verdadera gobernanza mundial de la IA que esté guiada por principios y valores éticos universales. Pero también va de lo que en París no se dijo tanto, pero resulta decisivo en estos momentos: la necesidad de sujetar la IA al control democrático.

El mundo de la IA echa estas semanas humo. Cuando todavía intentábamos medir el impacto que podría tener el proyecto Stargate de Estados Unidos, con una inversión público-privada de 500.000 millones de dólares en el sector de la IA, aparece DeepSeek, la nueva IA generativa creada en China para competir con las americanas con un coste muy inferior al de éstas. Y mientras Elon Musk hacía una oferta de compra de OpenAI, la empresa propietaria de ChatGPT, por 97.000 millones de dólares, que es evidentemente rechazada, en la cumbre de París el presidente Macron anuncia una inversión récord en Francia de 109.000 millones de euros (con dinero procedente mayoritariamente de los Emiratos Árabes movilizará una inversión también público-privada de 200.000 millones de euros. Es tanto dinero que cuesta imaginarse realmente lo que implican estas cifras. Y nos muestra cómo las principales empresas y las principales potencias del mundo no descansan ni un minuto en esta acelerada carrera por el dominio mundial de la IA.

La cumbre de París, coorganizada por Francia e India, y con la participación de más de cien países y cientos de empresas, ONGs e investigadores, se ha estructurado en torno a cinco grandes temas, con títulos que no podrían ser más elocuentes: el interés público, el futuro del trabajo, la innovación y la cultura, la confianza en la IA y, justamente, el gobierno. La cumbre ha culminado con la Declaración sobre una inteligencia artificial inclusiva y sostenible para la gente y el planeta, que establece seis prioridades de acción para los gobiernos, entre las que figuran la necesidad de reducir las brechas y la división digitales, de potenciar la diversidad y pluralismo en los ecosistemas de IA intentando evitar la concentración industrial y comercial actual, de hacer que la IA sea más sostenible para la gente y para el planeta, asegura que sea más abierta, transparente, cooperación y coordinación entre países. También se ha aprobado la Carta de París sobre la IA al servicio del interés público, firmada por el momento por diez estados, entre otros documentos y hojas de ruta.

La Declaración bien podría ser una manifestación retórica más sin mucha importancia práctica. Pero la han firmado 60 de los estados participantes, entre ellos, sorprendentemente, China. Puede pensarse que justamente el hecho de que un estado tan opaco y poco democrático como el chino haya aceptado firmarla es una prueba de la falta de efectos reales. Pero si así fuera, ¿por qué se han negado a adherirse Estados Unidos y Reino Unido? Lo que estamos observando es un baile de posicionamientos internacional sobre la que quizá sea la cuestión central en estos momentos en relación con la IA: la creación o no de un esquema, aunque sea embrionario, de regulación y gobernanza mundial sobre el sector. Y al respecto están emergiendo dos bloques bien visibles.

Los Estados Unidos de la era Trump-Musk lideran (aunque ya lo hacían en la era Biden), con la ayuda de los grandes gigantes tecnológicos occidentales, el bloque mundial de resistencia a la regulación de la IA, y en general a todo el sistema de gobernanza global. Tanto el reglamento europeo de la IA como la Declaración de París o las diversas iniciativas de Naciones Unidas, la Unesco y la OCDE, entre otros, son obstáculos para sus intentos de dominio tecnológico. Además del Reino Unido, a este blog se suma Rusia, por silencio positivo, digamos.

El bloque contrario está liderado por la UE y estados como India, Brasil y Japón. Es lo que ha apoyado esta Declaración de París, comprometiéndose a desarrollar regulaciones e instrumentos de cooperación y coordinación internacionales. Y es a este bloque al que se le ha sumado China, un paso con gran importancia simbólica y política, porque implica suscribir el conjunto de valores éticos universales que integran la Declaración, aunque sea por motivaciones estéticas o retóricas.

La Declaración de París es, como su nombre indica, un intento de los países firmantes de poner la primera piedra por crear un esquema normativo que asegure que la IA es más inclusiva y sostenible para la gente y el planeta. Es un paso, por tanto, en la buena dirección, que intenta generar una IA más justa. Lo que muchos todavía no ven, tampoco en la cumbre de París, es que hacer la IA más ética y más justa no es suficiente. Que la IA comporta un increíble poder que es susceptible de interferir en nuestros sistemas democráticos, de modificar los equilibrios tradicionales del poder político, e incluso de dominar a nuestros gobiernos. Necesitamos una IA que no sea sólo justa, sino también políticamente legítima. Esto significa una IA más democrática. Una IA no sólo para los ciudadanos, sino de los ciudadanos, controlada por los ciudadanos.

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