El anuncio de Jordi Cuixart, con el cual pone fin a su presidencia al frente de Òmnium, es un gesto bastante explícito sobre la necesidad de renovar los liderazgos políticos del independentismo. De hecho, el mismo Cuixart ya había insinuado hace meses, en una entrevista en este diario, que se tenía que empezar a pensar seriamente en cambios de nombres. Al final ha sido él quien ha decidido dar un paso al lado y así dar ejemplo. Nunca es fácil aceptar que uno mismo no es imprescindible. Y más en el caso de un presidente que ha hecho crecer espectacularmente la entidad en número de socios –asumió el cargo cuando había 55.000 y ahora la deja con 190.000– y que, en medio de la derrota post 1-O del 2017, ha conseguido preservarla en un terreno de neutralidad constructiva dentro de la grave fractura que lastra un soberanismo incapaz de reformular una estrategia de futuro compartida.
De hecho, si alguien se ha caracterizado, desde la discreción, por intentar reconstruir amplios consensos ha sido Òmnium Cultural, pero es evidente que no lo ha conseguido. La distancia entre los diferentes líderes, tanto estratégica como personal, se mantiene casi inamovible. Y, a pesar del Govern de coalición entre ERC y JxCat, con la beligerancia entre partidos, esta distancia se traslada a menudo de forma descarnada a las redes sociales a través de sus seguidores, y en términos políticos se hace evidente con una mesa de diálogo con el Estado de la cual medio Govern está ausente y está explícitamente en contra. Este es, por desgracia, el terreno de juego de hoy, un auténtico campo de batalla donde, en lugar de compañeros de viaje desde posiciones ideológicas y estratégicas diversas, hay enemigos, traidores y botiflers.
Pero con su adiós, Cuixart, más que tirar la toalla –cosa que no pega nada con su talante–, parece que quiera lanzar un toque de atención que sirva de revulsivo. A la vez, con la propuesta del filósofo Xavier Antich como su relevo en la presidencia de Òmnium, deja claro que la entidad mantendrá el rumbo en busca de un entendimiento entre familias ideológicas diversas, y que lo hará desde una idea de país inclusivo, de puertas abiertas a todas las sensibilidades –más allá de perímetro independentista– dispuestas a sumar esfuerzos por una Catalunya que pueda decidir su futuro en libertad, que asuma la lengua catalana como un patrimonio colectivo y que tenga un proyecto ambicioso de sociedad abierta e inclusiva.
Cuixart, que asumió el cargo el 19 de diciembre del 2015, fue encerrado el 16 de octubre del 2017 y salió definitivamente de prisión el 23 de junio del 2021, después de ser indultado: habrá pasado, pues, más de la mitad de su presidencia de Òmnium en prisión. Una experiencia que ha acentuado su gandhismo, una manera de hacer que es seguramente el legado más importante que deja, siempre deliberadament alejado de los rifirrafes partidistas, siempre con voluntad de sumar la sociedad civil a los grandes debates de país. Ahora falta ver si partidos y entidades leen este legado y responden al gesto del presidente saliente de Òmnium.