¡Inmersión, periscopio!

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Un grupo de niños en una aula.

Han pasado casi 40 años desde la primera tentativa de inmersión lingüística en algunos barrios castellanoparlantes de Catalunya. El curso 1983-1984 se aplicó el PIL (Programa d'Immersió Lingüística) en 19 escuelas públicas de Santa Coloma de Gramenet, en buena parte por la presión de un grupo de padres de la escuela Rosselló-Pòrcel que, a pesar de no ser catalanoparlantes, querían que sus hijos fueran educados en la lengua propia del país. Por cierto: fue en Santa Coloma, y también a comienzos de la década del 1980, cuando el entonces profesor de instituto Federico Jiménez Losantos inició su cruzada. Encabezada a menudo por funcionarios civiles y militares desplazados a Catalunya, la contrainmersión ha obtenido réditos políticos extraordinarios, entre los cuales destaca la creación de Ciutadans o su actual versión reloaded, Vox. Hace falta no perderlo de vista, todo esto: en caso contrario no se entienden determinadas sentencias judiciales ni determinados informes policiales cómicamente falsos. Como un pescado que se muerde la cola, pero adaptado a las aguas fecales de las cloacas del Estado, son estos informes los que avalan aquellas sentencias, y siempre con la complicidad aduladora del plumilla de guardia.

Desde entonces ha llovido mucho. Muchísimo, para ser exactos. Ha llovido tanto que el mapa lingüístico de aquella época ya tiene poco que ver con el actual, y la composición demográfica todavía menos. Una vez hecha la inmersión, sin embargo, hay que mirar por el periscopio. Si a comienzos de la década de los ochenta el fenómeno fue percibido como un genuino win-win social, hoy se ve a veces como una imposición (por parte de algunos sectores castellanoparlantes) o bien como una maquinaria inútil a la hora de promocionar el uso social real de la lengua (por parte de algunos sectores catalanohablantes). Todo esto es más difícil de cuantificar de lo que parece, porque hablamos de percepciones subjetivas y muy volátiles que se activan o se desactivan a raíz de casos concretos como el de Canet. Si miramos atrás, en cambio, disponemos de una más que considerable perspectiva histórica que muestra la confluencia entre los inicios de la inmersión y las rotundas mayorías absolutas de los Governs que la aplicaron, es decir, los de Pujol. El win-win social que comentábamos antes sí que fue refrendado reiteradamente en las urnas tanto por las grandes mayorías de CiU en la Generalitat como por las grandes mayorías municipales de un PSC que nunca se opuso a la inmersión, y sin el cual este proyecto habría sido impensable.

Yo creo que hoy aquella percepción positiva mayoritaria va claramente a la baja, pero lo interesante sería comprobarlo en las urnas en forma de referéndum. En este caso, la pregunta no atentaría contra ningún precepto constitucional. Estaría referida, de hecho, a una reforma encaminada a aplicar un modelo lingüístico pareciendo al vasco o bien a mantener la inmersión tal como fue pensada inicialmente. De esto ya habló hace poco Germà Bel en estas mismas páginas del ARA. En todo caso, tanto si se eligiera un modelo como otro, habría que acabar con las previsibles incertidumbres –disculpen el oxímoron– generadas por sentencias que siempre, siempre, siempre van en la misma dirección. ¿Por qué un referéndum específico? Porque en nuestro contexto político la cuestión de la lengua no es un punto más de la agenda política sino la clave de las respectivas adscripciones identitarias.

¿Resulta imaginable, hoy, un nuevo win-win a través de un modelo alternativo al de la inmersión? Es difícil averiguarlo, porque ni la realidad lingüística vasca tiene que ver con la catalana ni la impenetrabilidad del euskera para un no euskaldún se puede equiparar a la permeabilidad gramatical entre el catalán y el español. En todo caso, sí que hay una cosa clara: la desproporción entre la pujanza del castellano y la debilidad creciente del catalán y las otras lenguas minorizadas. La asimetría es total, y por eso la misma Constitución española ya preveía de manera explícita mecanismos correctivos en un artículo, el 3.3, que la mayoría de sentencias han ignorado prevaricadoramente. Lo continuarán haciendo, y con más ganas que nunca. En este sentido, quizás solo una legislación lingüística pareciendo a la belga, en la que la plenitud de derechos territoriales de cada lengua está blindada, podría evitar que el catalán desaparezca de facto en dos o tres generaciones, es decir, que quede reducido a una curiosidad folclórica. Este cambio radical, sin embargo, tropezaría precisamente con el artículo 3.1 de la carta magna (que es el único que tienen en cuenta la mayoría de las mencionadas sentencias). Y tampoco sé si funcionaría en un contexto como el nuestro. De momento, nos queda el voluntarismo y el estrés de ver que no sirve de nada.

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