El paso del Antiguo Régimen a las democracias liberales fue un cambio de era marcado por la Revolución Francesa (1789), a la que había precedido, unos años antes, la Revolución Americana que dio lugar a Estados Unidos. A remolque de la Ilustración, en el siglo XIX cuajó en Occidente un nuevo mundo en el que la voluntad popular cogía la palabra y el poder. Caía la vieja y decadente aristocracia. Fue una ruptura: entrábamos violentamente en la modernidad de la mano de un progreso optimista, un avance que era ideológico ("libertad, igualdad, fraternidad"), material (industrialización, avances médicos y tecnológicos) y cultural (educación universal).
Ahora estamos lejos de ese gran giro esperanzado. De hecho, estamos en las antípodas. Estamos involucionando. Si tuviera que elegir un período espejo, me iría a unos dos mil años atrás, cuando la Roma clásica transitó de la República al Imperio, una época convulsa, de declive, de guerras civiles, de concentración de poder en pocas manos y ruptura del consenso entre ricos y pobres. El arranque imperial con Julio César, un populista rico que se declaraba amigo y protector de los pobres, y que acabó siendo asesinado el 44 aC por una conjura de rivales políticos inspirada por el difunto Pompeo, marcaría los siguientes dos siglos, regidos por catorce autócratas, algunos, como Nerón (asesino de familia, intérprete de lira, perseguidor de cristianos y pirómano), muy chalados. Y no olvidemos que, como los EEUU de ahora, Roma era entonces la gran potencia mundial.
La pregunta inevitable que me hago es esta: ¿Estamos hoy al inicio de una época imperial? El giro que están dando los Estados Unidos parece ir caóticamente en esta dirección. Las instituciones democráticas se tambalean, el pueblo –como la plebe romana de la época– reclama hombres fuertes que nos saquen del marasmo, de la pobreza y de la sensación de decadencia. El reelegido presidente estadounidense, Donald Trump, se presenta en estos términos: mano dura, radicalidad en el ejercicio del poder para aplastar a los enemigos, se llamen inmigrantes, élite demócrata, científicos gilipollas, europeos decrépitos o competidores chinos.
Plinio el Viejo ya acusó a Julio César de haber cometido en la Galia "un crimen contra la humanidad". Fue el hombre que atravesó el Rubicón y se hizo con el poder absoluto. Su clemencia –eso sí lo tenía– con los enemigos internos acabó costándole la vida. Su sobrino y sucesor, César Augusto, que también se había distinguido por una mezcla de sadismo, escándalos y actuaciones ilegales, fue quien asentaría el cambio de época: después de deshacerse de Marco Antonio, se moderó y lentamente fijó lo que sería el nuevo sistema imperial, el gobierno de un solo hombre, manteniendo nominalmente las instituciones republicanas (por ejemplo el Senado) pero reduciéndolas a un papel meramente instrumental. Se quedó en el poder más de cuarenta años. Luego vinieron Tiberio, Calígula, Claudio, el mencionado Nerón...
Trump quiso hacer de Julio César con el asalto al Capitolio, pero no llegó a cruzar el Rubicón. Se quedó a medias. El nuevo embate lo ha dado con otras armas: aguzando las herramientas de la manipulación comunicativa con la ayuda inestimable de un aspirante a sucesor suyo, Elon Musk, un César Augusto en potencia. A Trump, inclemente, no le asesinará políticamente nadie. En manos de este tándem de egopolíticos superricos, la democracia liberal corre un serio peligro, como se está viendo con las alianzas que promueven. Musk acaba de dar apoyar explícito a la ultraderecha nazi alemana (AfD) y a la inglesa (Farage). A Trump le atraen los liderazgos personalistas, implacables y heterodoxos, se llamen Putin o Milei.
Los próximos cuatro años serán claves para ver qué capacidad tienen Trump y Musk de desmontar la democracia desde dentro y de empujar el mundo hacia una dirección autocrática, con títeres en sus manos. Por supuesto, desde el otro lado de la barrera la China se lo mira con una media sonrisa. Quizá la nueva era imperial sea la suya.