La candidata demócrata a la presidencia de EEUU, Kamala Harris, ha intentado fijar posición sobre el conflicto entre Israel y Palestina sin fijarla, es decir, manteniendo una postura ambigua al respecto. Por un lado, se declara partidaria de la solución de los dos estados y promete “no guardar silencio” ante el sufrimiento de los palestinos en caso de salir elegida. Por otra parte, en su esperada primera entrevista como candidata —concedida a la CNN tras retrasarla seguramente demasiado—, se ratifica en el compromiso de mantener el suministro de armas y el apoyo militar de EE.UU. a Israel. Y en la convención de Chicago que la confirmó triunfalmente como candidata, en el escenario del United Centre, se oyeron las palabras de los familiares de un rehén estadounidense de Hamás, capturado el pasado 7 de octubre, pero no las de una representante de la comunidad palestina en EE.UU., que en algún momento se dio por seguro que tendría su turno, pero no fue así.
Todo ello sitúa a Harris en una posición continuista respecto a la administración Biden, algo bastante lógico si no se olvida (a veces parece que se olvide, intencionadamente o por puro presentismo) que ha sido su vicepresidenta. Ahora bien, puede acabar siendo una posición demasiado tibia para convencer a los votantes musulmanes, que pueden ser decisivos para las aspiraciones de la candidata. La atención de medios y analistas se concentra en Michigan, uno de los estados clave del proceso electoral (es donde tienen su sede las tres grandes fábricas de automóviles: Ford, Chrysler y General Motors), con una población musulmana que tradicionalmente vota demócrata, pero que se siente cansada de esperar algo más que las buenas palabras que han obtenido de los anteriores presidentes de ese partido, fueran Clinton, Obama o el propio Biden. La ciudad de Dearborn, de 110.000 habitantes, es considerada un centro cultural de la comunidad musulmana estadounidense, y podría convertirse en la ciudad clave dentro del estado clave que es Michigan. El alcalde de Dearborn, el demócrata Abdullah Hammoud, declaró recientemente: “Somos una ciudad global en la que casi el 55% de los residentes somos de origen árabe”. Y añadió, para mayor claridad: “Para muchos de nosotros, hablar de lo que ocurre en Gaza es hablar de nuestra familia, de nuestros amigos”.
Lo que ocurre en Gaza es un genocidio, perpetrado por el gobierno ultraderechista de Israel, que (a poco más de un mes del primer año de los ataques terroristas de Hamás contra Israel, que desencadenaron la ofensiva) ha causado más de cuarenta mil muertes. Lejos de considerar satisfecho su afán de venganza, Netanyahu ha anunciado más de lo mismo, ahora en Cisjordania, mientras flirtea con la posibilidad de una guerra regional con Líbano e Irán. La respuesta que recibe el baño de sangre sionista por parte de la comunidad internacional, encabezada por EEUU y personificada hasta ahora en Biden y su secretario Blinken, es tibia. Y es bien posible que, en noviembre, Harris tenga que moverse hacia un posicionamiento más nítido y sobre todo más contundente si quiere convertirse en la primera mujer, y además negra, en ser presidenta de EEUU.