

La emprendedora, extraordinaria, talentosa, visionaria, científica, lunática y expeditiva viuda Clicquot (una de las dos grandes damas de las burbujas nacidas en un dieciséis de diciembre) ya sufrió lo de los aranceles.
En 1813, a punto de terminar las guerras napoleónicas, Francia mantenía un bloqueo comercial con Rusia. Nuestra viuda decidió entonces entrar las botellas de contrabando. La historia de cómo lo hizo es una aventura emocionante, que comienza con ella invitando al ejército ocupando a barra libre en su bodega, pero, una vez toda la soldadesca ya estaba durmiendo la considerable mona, sacar un carro lleno de botellas camufladas hacia un barco rumbo al actual Kaliningrado. Aquellas botellas prohibidas –que los zares se bebían a escondidas– debían ser las primeras en estar allí cuando hubiera que celebrar la paz. Y tenían que llevar la etiqueta amarilla, en homenaje –eso dicen– a las casas de San Petesburgo, a donde llegaron.
El alocado malabarista Donald Trump ha dicho, esta semana, que impondrá aranceles del 200 % en las botellas europeas que aterrizen en su reino. Esto significa, por ejemplo, que si la NBA quisiera volver a regalar un Vall Llach, del Priorat, a Lebron James, comprado en Los Ángeles, como hizo, no podría. Esto condena a los vinos catalanes (e incluyo a los espumosos) a unos precios imposibles.
Bien. Es el momento del kilómetro cero. Poco pueden hacer las bodegas frente a este señor, que un día quiere comprar Groenlandia y otro día hacer un Marina de Oro en la franja de Gaza. Pero nosotros, los consumidores, sí podemos hacer mucho. Es el momento de conocer y degustar y disfrutar de nuestros vinos, que hasta ahora han sido reconocidos y bebidos en todo el mundo. Los guiris y nosotros, sobre todo nosotros, el vino catalán (como el aceite, como los frutos secos, como el pan, como las conservas...) debemos tomarlo aquí. ¿Empezamos hoy mismo?