Recibí la noticia de la muerte de Joaquim Mallafrè, traductor, como todo el mundo: con consternación. Me levanté y saqué del estante el ejemplar delUlises de Joyce que tengo dedicado por él desde el día 5 de mayo del 22, cuando tuve el honor de hacerle de presentador en una conferencia que ofreció en la Biblioteca de Cort, en Palma. Un año después, día por día, en el Centro de Lectura de Reus, Joaquim Mallafrè me hizo el regalo de acudir como público a la presentación de un libro mío, a cargo de Magda Barceló. Son dos momentos felices de lo que supongo que debo decir mi vida como escritor, si existe.
La colosal traducción que Mallafrè hizo delUlises se publicó por primera vez en 1981, y recordó a la cultura catalana algo que ya sabía, como mínimo, desde la traducción de Carles Riba delOdisea de Homer: que las traducciones más excelsas lo son tanto de excelsas como las más importantes obras originales. Todas forman la tradición, el patrimonio de una literatura y, por tanto, de una lengua. En una parte sustantiva, la lengua catalana no sería la que es sin el caudal de traducciones de lenguas de todo el mundo que le alimentan. La obra traductora de Joaquim Mallafrè brilla con una luz muy potente en la literatura catalana de nuestro tiempo.
Como muchos ya han hablado de ello, puedo detener mi —innecesaria— glosa y ceder al lector el gozo y el escalofrío de la última página del relato Los muertos, de Joyce, en la traducción de Mallafrè. Dice así:
«Lágrimas generosas llenaron los ojos de Gabriel. Él nunca había oído aquello por ninguna mujer, pero sabía que un sentimiento así debía de ser amor. Las lágrimas le enturbiaban los ojos y en la parcial oscuridad imaginaba que veía la figura de un joven derecho debajo de un árbol chorreado. Otras figuras estaban cerca. Su alma se había acercado a la región donde habitaban las vastas huestes de los fallecidos. Era consciente, pero no sabía contarlo, de su existencia variable y vacilante. La propia identidad se fundía en un mundo gris e impalpable: incluso el mundo sólido, donde habían subido y vivido estos muertos durante un tiempo, se disipaba y desaparecía.
»Unas blanditas en el cristal le hicieron girar hacia la ventana. Había empezado a nevar otra vez. Miró con ojos de sueño los copos, plata y sombra, cayendo oblicuamente a la luz de la farola. Le había llegado la hora de emprender el viaje hacia poniente. Sí, los periódicos tenían razón: la nieve era general por toda Irlanda. Caía por toda la oscuridad llanura central, en las montañas sin árboles, caía flojamiento en las marismas de Allen y, más a poniente, en blanda caída, en el ondeo negruzco amotinado del Shannon. Caía, también, en cada parte del foso solitario en la colina donde Michael Furey estaba enterrado. Había un blando acumulado en las cruces torcidas y en las lápidas, en las lanzas de la pequeña verja, en los setos estériles. Su alma se desvaneció despacio mientras sentía caer la nieve calmosamente por todo el universo y en calmada caída, como el descenso a su último fin, sobre todos los vivos y los muertos.»