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Un museo de arte contemporáneo ya no es una caja, es una máquina

Una imagen del interior del MACBA
14/02/2025
4 min
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Acabamos de entrar en un período de cinco años al final del cual tendremos dos museos expandidos y uno de nueva planta en Barcelona. Quisiera elaborar sobre el hecho consolidado que el museo de arte moderno o contemporáneo haya dejado de ser únicamente una caja receptora de sedimento histórico que estudia, preserva, explica y muestra el arte a final de trayecto –tradicionalmente llegabas al museo cuando ya habías pasado por todos los filtros previos, no al revés– para transformarse poco a poco a partir de la mitad hecho que los artistas, no todos, pero una parte muy significativa, acudan ante todo al museo a trabajar, a "fabricar" lo que exponen. Esto implica de alguna manera que el espacio del museo sea, de facto, el estudio de estos artistas antes de transformarse en su espacio de exhibición. Es lo que caracteriza al arte basado en producción tal y como se ha entendido desde siempre en las artes escénicas, en el cine o, incluso, en las artes musicales. Cómo ocurrió todo esto hace casi medio siglo es una historia fascinante que todavía está increíblemente por escribir y representa el cambio más radical que se ha producido dentro del museo de arte desde que emergió su versión moderna en el siglo XVIII. Lo que voy a comentar en este artículo son las consecuencias y las carencias que esta situación ahora ya implícitamente aceptada ha generado, pero sin ser abordadas ni debatidas, sorprendentemente, de una forma técnicamente seria.

Valga como ejemplo una evidencia: desde hace más de cuarenta años se hace arte sonoro o piezas que suman el sonido como un elemento más de la pieza artística y, sin embargo, en ningún museo de arte contemporáneo de nueva planta en España, casi todos, se ha tenido en cuenta la acústica de los espacios (!). Cito a otro: la iluminación. Por alguna razón que me escapa, los espacios expositivos de la mayoría de museos del mundo están iluminados con focos equipados de lámparas de tungsteno de 3.200º Kelvin. Al mismo tiempo nos gusta a todos, sobre todo a los arquitectos, que el museo por lo general quede bañado en luz natural, siempre espectacular, pero que tiene una temperatura de color diferente a la del tungsteno. ¿Y qué?, se puede decir, si el ojo humano no distingue la diferencia. Cierto, el ojo humano no, pero la cámara fotográfica sí, y necesita que se le diga con qué tipo de luz queremos que trabaje; si se ajusta para tungsteno, las partes bañadas en luz natural salen teñidas de un azul intenso; si se hace a la inversa, las partes iluminadas con tungsteno salen amarillas. Las exposiciones deben fotografiarse, ¿no? Las obras también, y si estas cosas no se tienen en cuenta dificultan la labor de la gente, tanto de artistas como de otras profesiones que trabajan en el museo. ¿Cómo se resuelve el tema de las diferencias de temperatura de color en los museos? Pues simplemente cambiando las lámparas de tungsteno por lámparas de luz de día, existen ambas.

Nadie nace enseñado, pero si no se pregunta, ocurre lo que pasa, y nadie pregunta. No es bueno que salas de seiscientos metros cuadrados tengan techos demasiado bajos o puertas de acceso de un metro y medio de ancho. Quizás están pensando que escribo esto por mi afán de meter vehículos militares y aviones en el museo, pero es que, si no entra un coche de carreras, tampoco entra un Chillida o un Di Suvero.

Cabe pensarlo todo, un museo de arte contemporáneo es una máquina. Hay que tener en cuenta cosas tan aparentemente peregrinas como los suelos y cómo deben estar equipados. Y hablando de suelos, cuando se inauguró la nueva sede del Whitney en Nueva York hubo un detalle del que se hicieron eco todos los periódicos sin excepción: el suelo de las salas. Lo que leen, el suelo. Se decidió utilizar madera reciclada barnizada sin prácticamente brillo, muy correcta, pero a años luz del mármol o del cemento teñido que vemos por doquier y que tiene unas propiedades acústicas abominables. Al ser una madera barata, compraron el doble de lo que se requería, de modo que se pueda hacer en lo sucesivo lo que los artistas necesiten sin tener que sufrir por las consecuencias del "desastre". Si es necesario reinstalar un Gordon Matta-Clark con agujero en el suelo incluido, se hace y listos.

Me parece grave que estas cuestiones se sigan considerando accesorias o incluso exóticas cuando hablamos de las características operativas de un museo del siglo XXI. De la misma forma que nadie se plantearía construir un nuevo hospital sin tener en cuenta la opinión del personal médico especializado para que el centro sirva su función, no entiendo cómo se ha podido abordar la construcción de museos de nueva planta en España sin tener en cuenta las necesidades técnicas de quienes hacemos lo que justifica su existencia.

No deja de dejarme perplejo la insistencia en cuestionar constantemente la idea misma del museo –es una garantía infalible de parecer radical con poco esfuerzo– mientras ni se tocan por casualidad carencias básicas que pertenecen al área del sentido común (me refiero concretamente a los museos de arte contemporáneo), es decir: 1) que estén orientados a las artes; 2) que dispongan de recursos sobrados de almacenamiento (sin esto la colección no puede crecer y el museo deja de cumplir una parte crucial de su misión); y 3) que estén suficientemente financiados. En España hay muchos museos de primera línea que no cumplen todos o ninguno de estos tres requisitos, que se acaban compensando, como en la sanidad pública, con el esfuerzo forzado de su equipo humano.

En lugar del museo "habitable" Borgiano que nos caerá encima, prefiero un museo "trabajable", el más técnicamente flexible y lo más abierto posible para todos aquellos que creemos sin reservas en el arte como una necesidad social insoslayable, y en el museo como piedra angular y garante patrimonial del arte, pero también como campo experimental para todas las artes.

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