A la manera de su antecesor José Luis Rodríguez Zapatero, Pedro Sánchez es una mezcla de funambulista, prestidigitador y tafur, con el añadido de tener una flor en el culo. Alguien hábil a la hora de detectar y explotar tanto las contradicciones como las necesidades de los adversarios, experto en hacer castillos en el aire y en mantener –debe de ser algo característico de la política actual– una relación ambigua, flexible con la verdad. Igual que la gran virtud de Zapatero era no ser Aznar, el gran mérito de Sánchez consiste en no tener más alternativa que el terceto de Colón; y, claro, ante la perspectiva de un gobierno PP-Vox-Ciudadanos, incluso el crítico más feroz de Pedro Sánchez empieza a encontrarle remarcables virtudes.
En relación con Catalunya, Rodríguez Zapatero pasará a la historia por las promesas vacías o, sencillamente, falsas. Desde el célebre “Aceptaré el Estatuto que apruebe el Parlament...” hasta esa otra frase que, según parece, dirigió al entonces líder de Esquerra en Madrid, Joan Puigcercós: “En mi España plural os vais a sentir tan cómodos que dejaréis de ser independentistas”. Pedro Sánchez ha jugado al mismo juego, en unas circunstancias mucho más dramáticas: reconocer primero la existencia de un “conflicto político” Catalunya-España, para negarlo después y convertirlo en una fractura entre catalanes; crear una mesa de diálogo entre gobiernos, y a continuación mantenerla paralizada durante un año, con pretextos diversos; anunciar indultos a favor de los líderes condenados por el Supremo, y demorarlos mientras consiente que la Fiscalía (“¿y de quién depende la Fiscalía...?”) los obstaculice...
Últimamente, sin embargo, el inquilino de la Moncloa ha dado un paso más en su política de tafur, de jugador tramposo. Es relativamente disculpable que Salvador Illa insista en negar la evidencia y en repetir que el 14-F “ganó la izquierda y perdió la independencia”. Ahora bien, que en sede parlamentaria el presidente del gobierno español falsee la verdad como el más sectario de los opinadores españolistas de la prensa de Barcelona, esto ya es más grave.
El pasado miércoles, en réplica a la diputada de Junts Míriam Nogueras, Pedro Sánchez desdeñó los resultados obtenidos por el independentismo diez días antes porque –según el presidente– el 51% de los votos a favor de la independencia suponen tan solo el 23% del censo, y esto no da legitimidad para nada. En realidad, el voto independentista representa el 25,7% del censo, pero le da igual. Como especular sobre qué habría pasado con una participación más alta es un ejercicio inútil, tendremos que ceñirnos a las cifras reales del 14-F.
Si lo hacemos, resulta que los 652.858 sufragios del PSC representan, sobre el censo, un 11,6%. Y bien, con el apoyo de poco más de uno de cada diez electores potenciales, Salvador Illa reclama las presidencias tanto de la Generalitat como del Parlament, se considera legitimado para imprimir un giro de 180º a la política catalana, ¡y Sánchez le ríe la gracia! ¿No lo encuentran extraordinario? Más todavía: cuando en junio del 2018 el propio Sánchez asumió por primera vez la presidencia del gobierno después de la moción de censura contra Rajoy, el PSOE tenía, sobre el censo, un apoyo electoral del 14,9%, cosa que no le impidió coger y ejercer el poder sin lugar a dudas sobre la propia autoridad. Hoy, después de las dos convocatorias electorales del 2019, al socialismo español le han dado su sufragio un modesto 18,3% de los ciudadanos con derecho a hacerlo. ¿Ustedes observan que esto cuestione el carácter legítimo de las decisiones que el ejecutivo sanchista va tomando?
Quizás, antes de reactivar la mesa de diálogo, y poner en marcha de una vez los indultos de los presos políticos, y... convendría que el huésped de la Moncloa recuperara también en público el sentido de la realidad, distinguiera entre la propaganda partidista y el discurso de un gobierno serio y dejara de practicar este grotesco negacionismo según el cual los independentistas han sido vencidos y desarmados en las urnas. ¡Que más quisieran algunos!
****
El otro día un articulista de La Vanguardia conocido antaño como el megacrac de la comunicación –y que quizás no se dio cuenta nunca de la ironía– acababa su columna, mezcla de cifras sobre la terrible debilidad electoral del independentismo y referencias a los últimos desórdenes públicos, con una pregunta que él debía de creer merecedora del Pulitzer: “Por cierto, ¿el mayor Trapero está de vacaciones?”
Pues no, el mayor Josep Lluís Trapero no está de vacaciones. Está, como le corresponde, al frente del cuerpo de los Mossos d'Esquadra, procurando corregir disfunciones y velando por la moral de sus miembros en medio del fragor político, sin afanes de protagonismo. Ah, y también aparece en unos pasquines electrónicos tipo Wanted, bajo el hashtag #Finsquecaiguin, junto a Felipe VI, de Ana Patricia Botín y de Josep Sánchez Llibre, con el siguiente pie de foto: “Mayor Trapero, mercenario en jefe de la Brimo”. Es una situación en la que no se encontrarán nunca los estrategas de salón como el antes mencionado megacrac.
Joan B. Culla es historiador