Marchena, Llarena y sus cómplices ya han avanzado que, diga lo que diga el Tribunal Constitucional sobre la ley de amnistía, ellos harán como quien oye llover, lo que deja en una situación de indefensión provisional a cientos de imputados a causa del Procés (entre los que no hay ningún policía de los que pegaron a los votantes: a estos los amnistiaron los primeros). También quedan a la espera Carles Puigdemont y Oriol Junqueras: uno no puede pisar su casa y el otro está inhabilitado. No ha servido de casi nada ni la ley de amnistía arrancada con fórceps por Junts, ni las reformas previas de los delitos de sedición y de malversación pactadas por ERC. El presidente del Parlament, Josep Rull, ha hablado de prevaricación; Junqueras, irónicamente, ha acusado a Marchena de "rebelión"; y el exmagistrado Martín Pallín ha constatado que tenemos jueces "insumisos", una contradicción que solo parece posible en España..
¿Un escándalo? ¡Qué va! Si esta misma semana los diarios van llenos de maniobras policiales y periodísticas del PSOE contra el PP, y del PP contra el PSOE, con los cuerpos de seguridad y los servicios secretos embarrados hasta el cuello. España se ha acostumbrado a vivir en un estado de crisis sistémica permanente y nadie se escandaliza por nada. Feijóo, jefe de filas de Ayuso y Mazón -por citar dos-, ha dicho que Pedro Sánchez es "un capo mafioso" y le pide que se vaya, algo que el presidente no hará, porque las encuestas dan una holgada mayoría al bloque PP-VOX. Es decir, que las cosas siempre pueden empeorar, como dice el viejo adagio, y todo lo que no logren los partidos catalanes ahora quizás no lo logren nunca. El PSOE a menudo firma lo que no puede ni quiere cumplir, y los acuerdos quedan en papel mojado en los tribunales, o en Bruselas, o en cualquier despacho del laberinto burocrático que es Madrid. Y de los acuerdos de mayor alcance —las conversaciones en Bruselas con relator, o la mesa de diálogo entre gobiernos— han quedado momificados... a menos que Zapatero y Puigdemont saquen un incierto conejo del sombrero de copa.
Y el PSC, mientras, está empeñado en la política de la ñoña y la discreción, que no quiere decir que no haga algunas cosas, que conste; intervenir la DGAIA, por ejemplo, era una necesidad imperiosa después de años de gestión incompetente (al menos) por parte de sus anteriores responsables políticos, mayoritariamente de ERC; este es un asunto que, una vez más, y dejando aparte los casos de dejadez o mala praxis, pone en evidencia que las políticas sociales autonómicas no están a la altura de los retos planteados por las recientes oleadas migratorias. Por eso, precisamente, la cuestión tiene que abordarse con contundencia, pero sin aspavientos.
Se necesita dinero, y como la posible financiación singular de la Generalitat va para largo, ERC se niega a aprobar los presupuestos y los socialistas han normalizado el hecho de gobernar al por menor. El debate político con mayúsculas ha desaparecido de Catalunya como si fuera un fresco de Sixena, no hay horizonte que no sea el del próximo mes, y como resultado volvemos a depender de la dinámica manicomial de la política madrileña, cosa que algunos desean, porque contra el PP todo es más fácil; pero la españolización de nuestra vida política puede hacer crecer los extremos y convertir al Parlament catalán en un cafarnaún ingobernable. Salvador Illa tiene suerte de que el PP no puede ni quiere desprenderse de la costra anticatalanista, y de que el soberanismo está en un momento bajo, sin liderazgos fuertes, cuyas bases prefieren atacarse entre ellas, y le amenaza latente de la extrema derecha nostrada. Pero este es un escenario que puede cambiar rápidamente si PP y Vox llegan a la Moncloa. La historia no se repite nunca, como decía Mark Twain, pero a veces rima.