La pandemia paralela

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Niños en el patio de una escuela durante la pandemia.

Seguramente muchos de nosotros nos acabamos las 12 uvas deseando, para el 2022, una sola cosa: salud. El covid-19, entre muchos dolores de cabeza, nos ha recordado qué es prioritario. Han sido demasiadas muertes e ingresos de familiares y amigos, demasiados ambulatorios y hospitales colapsados y demasiadas ilusiones anuladas. Pero, más allá del virus, hace falta que nos preocupemos, y mucho, de la cara más olvidada de la salud, la mental. Tan importante como el bienestar físico, disfrutar de un buen estado emocional es un elemento clave para la calidad de vida. Y si en algún momento es más relevante que nunca, es durante la infancia y la adolescencia.

En los últimos meses he podido participar en una investigación llevada a cabo por Save the Children sobre la salud de los niños y niñas en España, y el impacto que ha tenido la pandemia. Los últimos datos oficiales son de la Encuesta Nacional de Salud (ENSE), para el 2017. Para saber qué ha pasado en estos cuatro años hemos encuestado a más de 2.000 padres y madres, utilizando las mismas preguntas que la ENSE. Así hemos visto que los trastornos mentales de los niños y niñas se han triplicado en España desde el 2017. Si entonces solo afectaban a un 1% de los menores de entre 4 y 14 años, hoy afectan a un 4%. Es difícil comparar los datos de salud mental entre países, porque, para empezar, dependen del grado de importancia y visibilidad que cada sociedad les da: si los problemas mentales están estigmatizados, quizás no afloran como tendrían que hacerlo. Pero si el 2017, 1 de cada 9 menores de 20 años se enfrentaba, de media en la OCDE, a problemas de salud mental, en España lo hacía 1 de cada 7. La situación ya no era buena, y ha empeorado mucho.

El desenlace más dramático del sufrimiento emocional es el suicidio. Y a raíz del covid-19 un 3% de los niños, niñas y adolescentes españoles han tenido pensamientos suicidas. La pandemia ha llevado a la vida de nuestros niños preocupaciones que no existían antes y, si bien el virus ha sido más benévolo con ellos, las medidas de confinamiento y cierre de escuelas los han marcado especialmente. El año 2020 el Teléfono de la Esperanza, la línea de atención al suicidio, recibió un 40% más de llamadas que el año anterior, de las cuales un 2% eran de menores.

Y tanto antes como después del covid-19 el riesgo de tener una mala salud mental no es igual para todos los niños y niñas. Como ya pasa con la salud física, el nivel socioeconómico es determinante. Los que viven en familias pobres tienen una probabilidad cuatro veces mayor que los que viven en hogares de rentas altas de sufrir trastornos mentales o del comportamiento. Si esto ya era alarmante en el 2017, se agrava todavía más con el aumento de las desigualdades provocado por la pandemia.

Estos últimos dos años ha subido mucho la presión sobre nuestro sistema sanitario, al cual todos los niños y niñas pueden acceder, en principio, de forma universal y gratuita. A su vez, también han aumentado los problemas de salud mental derivados del miedo al virus, la incertidumbre económica y el aislamiento. Y esta combinación hace que sea muy difícil que muchos niños puedan acceder a la asistencia sanitaria que necesitan. Desde la falta de sistemas de prevención y detección precoz –donde los centros escolares juegan un papel clave– hasta la saturación del sistema, los retos a los cuales se enfrentan las familias para ayudar a sus hijos e hijas acaban convirtiendo demasiado a menudo el acceso a la salud mental en una carrera de obstáculos.

El primer paso es ir al pediatra o médico de familia, que valora si es conveniente derivar el caso al especialista de salud mental. En Catalunya hay 27 pediatras por cada 100.000 habitantes, un dato que no es malo; pero si la asistencia sanitaria especializada tarda mucho en llegar, como sucede a menudo, no podemos hablar de un acceso real. Y la lista de espera en Barcelona para un psicólogo o un psiquiatra infantil está alrededor de los dos meses (el doble que para los adultos). Este cuello de botella hace que el acceso a la salud mental no se pueda considerar adecuado. Y aquí hay que añadir otros obstáculos, como la baja frecuencia de las visitas –una visita cada 7 semanas de media en Catalunya– o la sobremedicalización, un tema en el que España lidera el consumo mundial lícito de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes.

De las pocas cosas buenas que nos ha traído el covid-19 es la de poner la salud mental en la agenda social y política. Queda mucho por hacer para ser conscientes realmente de las consecuencias que tiene el sufrimiento emocional, tanto para los que lo viven como para el conjunto de la ciudadanía. Y es en los niños y adolescentes donde tenemos que poner el foco principal. El coronavirus nos ha enseñado con qué rapidez y facilidad nuestra salud física se puede ver afectada, y la importancia de tener un sistema público que dé una respuesta ágil y de calidad. Si hay un tema en el que esto aun es más relevante es en esta pandemia paralela, la de la salud mental.

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