El escritor Paul Auster tenía la misma edad que Donald Trump, lo que confirma que a menudo la muerte equivoca el orden de sus prioridades. Ha tenido un gran talento para la escritura de novelas, y su obra, y él mismo, han sido enormemente populares en toda América y Europa. No ha sido un genio, y escribo esto como un elogio. Él fue el que definió a un escritor como “alguien que, si todo va bien, pasa cincuenta años de su vida trabajando encerrado en una habitación”. Quería decir que el secreto del arte de la literatura no era otro que el trabajo. Empleo, trabajo y más trabajo, y la determinación de no dar nunca por terminado el tiempo de aprendizaje. Si algún día un escritor piensa, o siente, que ya domina su oficio, entonces quien está terminado es él.
Paul Auster tenía muy presente esto, y también el hecho de que la novela, como forma literaria, difícilmente morirá nunca, porque responde a la necesidad que tenemos los humanos de contarnos historias. “Los seres humanos necesitan historias, las necesitan casi tan desesperadamente como la comida. Y sea cual sea la forma en que se presenten –en la página impresa, o en la pantalla de la televisión–, es imposible imaginar la vida sin historias”. Con pequeñas variaciones, repitió esa misma idea en distintas ocasiones, por escrito o de palabra.
Como lector, he contado a veces que viví bastante tiempo fascinado por su novela Leviatán, y he mencionado a menudo su inicio como ejemplo de un arranque narrativo irresistible: una vez leído el primer párrafo, uno ya no puede detenerse hasta el final. Además de Leviatán, fui (soy) admirador de otras obras suyas como El Palacio de la Luna, La trilogía de Nueva York (Auster formaba parte de los neoyorquinos que los catalanes sienten como sedes, como Bruce Springsteen, aunque sea de Nueva Jersey, o Woody Allen, hasta que empezó a no hacer tanta gracia), El cuento de Navidad de Auggie Wren o La música del azar. El azar, precisamente, suele aparecer conjuntamente con el amor a las historias austerianas, y son casi siempre su tema y su acontecimiento principal. También la identidad individual de sus personajes, a menudo cuestionada, puesta en duda: biografías inciertas, nombres que se repiten, genealogías que se desdibujan, iniciales que no se sabe a quién corresponden, personajes que se llaman como el autor pero que no lo son (¿o sí?) pululan por sus páginas, que tienen cabida para la angustia, el humor, la desesperación, el morbo, el misterio y lo que suele conocerse como buenos sentimientos. Nos amamos todavía los personajes de Smoke y Blue in the face, las dos películas con guión suyo que dirigió Wayne Wang. Se ha convertido en un tópico sobre Auster mencionar las novelas suyas que no nos han gustado, y por tanto lo obviaremos. Sus relatos insisten a menudo en la dificultad de delimitar dónde termina la realidad y dónde comienza la ficción. Cuesta saber en cuál de estos dos planes, el real o el ficticio, Paul Auster está muerto. Quizás en ninguna.