El cuerpo de la democracia

Los templos de la democracia representativa están vacíos y por eso se van llenando de fascismo

Paul B. Preciado
4 min

Las últimas elecciones europeas han hecho real un espejismo que llevamos fabricando colectivamente durante años: la construcción pieza a pieza de una nueva forma de fascismo paradójicamente democrático. Se cumplen así las lúcidas predicciones de Pierre Paolo Pasolini cuando hablaba de la “extrema derecha real” como una nueva forma de fascismo capaz de materializarse socialmente más allá de las idealizaciones de una ideología pasada. La extrema derecha real (y un conjunto de grupos afines en todo el espectro de partidos) no sólo ha entrado en el Parlamento europeo, sino que se ha convertido en el árbitro de los debates entre todas las otras formaciones políticas. A través de una rigurosa aritmética del voto, el nacionalismo tecnopatriarcal y racista ha logrado hacer de su lenguaje del odio la gramática común del Parlamento europeo, un nuevo Necro-Esperanto.

Asistimos perplejos al proceso a través del que la democracia representativa absorbe y desactiva las distintas subculturas de la oposición y las transforma en una cultura del poder y de la identidad. ¿Es posible pensar como participante a la construcción de una sociedad de iguales partidos como Vox, Rassemblement National o la Liga que promueven la construcción de un muro en las fronteras de Europa, el encierro o la deportación de todo migrante, la ilegalización del matrimonio homosexual, la penalización del aborto, la legalización de la caza y la liberalización del permiso de construir y contaminar sin restricciones ecológicas? Sentar a uno de sus representantes en un parlamento democrático es como querer jugar a las cartas con un envenenador que espolvoreara la baraja con moléculas de cianuro para abrir después una “igualitaria” partida con sus conciudadanos. Por si esto fuera poco, los modelos formales y las lógicas aritméticas con las que funciona la democracia representativa permiten una recomposición aberrante de los gobiernos: alianzas de la extrema derecha neo-nacionalista y de los partidos socialistas o de centro neoliberal, pero también acuerdos entre partidos antagonistas (incluso cuando la extrema derecha no está presente) cuyo único objetivo es mantener el poder.

Pero el problema del fascismo democrático no son los partidos de extrema derecha, sino un sistema representativo antropocéntrico patriarco-colonial según el cual el consenso social se obtiene a través de un pacto de libre comunicación entre individuos humanos iguales –definidos estos de ante mano en términos de ciudadanía burguesa, neurodominante, heteropatriarcal y blanca. La forma de gobierno que el modelo representativo y la política de partidos genera traiciona el ideal democrático de la realización de una sociedad de iguales. La supuesta democracia en la que vivimos ha inscrito el principio de dominación dentro de sus propios modos de deliberación y sus formas de organización. Lo que llamamos libre (pero escasa) participación (¡una vez cada cuatro años!) no es sino la ritualización de distintas formas de sumisión: administrativa, laboral, racial, económica, sexual, digital, legal, psiquiátrica…La cuestión sigue siendo somatopolítica: ¿Cuál es el cuerpo que es considerado digno de voto? ¿Y dónde queda el cuerpo político (irrepresentable y por tanto no soberano) tras o durante el acto de representación?

En 1992, la drag queen Joan Jett Blakk, personaje de política-ficción creado por el activista y artista Terence Smith, se presentó a las elecciones americanas por el partido “Queer Nation” con el slogan “Lick Bush” (chúpate a Bush) y pidió a sus seguidores que no le votaran ni a ella ni a ningún otro candidato. Tras conocerse los resultados de las elecciones que dieron la victoria a Cliton, oponente “democrático” a Bush, Joan Jett Blakk se declaró a sí misma vencedora puesto que, según su argumento convincente, ella había sido aclamada por 84 747 163 de abstenciones, frente a los 44909806 votos que había obtenido Bill Cliton y a los 39 104 550 votos recogidos por Bush.

Si a los “votantes abstencionistas” añadimos los puntos ciegos del sistema obtendremos el mapa de la democracia real al que apela Joan Jett Blakk. No votan ni los encarcelados, ni los animales humanos menores de 18 años, ni los así considerados enfermos mentales, ni los migrantes, ni los refugiados en “tránsito”. No votan los primates no humanos. No votan las personas trans cuyos nombres no coinciden con el que tienen en sus pasaportes – si tienen pasaporte. No votan los animales no-humanos: ni domésticos, ni industriales, ni salvajes. No votan los vagabundos, ni todos aquellos cuerpos que no tienen dirección postal. Tampoco votan las manos indocumentadas que masturban las pollas de los que sí votan. Ni votan los corales. No votan los cuerpos en coma que esperan una decisión de justicia para ser desenchufados. Ni votan los deprimidos, ni las mujeres que cuidan de los hijos de las familias que sí votan. No vota la jungla ni el agua – que por cierto no conoce fronteras nacionales ni parlamentos, ni otra identidad que la procede de la alianza de los átomos de oxígeno e hidrógeno.

El pueblo del populismo no tiene cuerpo. Los templos de la democracia representativa están vacíos y por eso se van llenando de fascismo. Destruyamos las convenciones anti-democráticas de la democracia antes de que éstas destruyan el cuerpo vivo de la Tierra. Demos cuerpo a la democracia para salvarla de su formalismo representativo. No pidamos derecho a voto. Sino derecho al cuerpo. Y construyamos una democracia somatopolítica directa.

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