La justicia ha considerado culpable al acosador de la artista Paula Bonet, el cual ha sido denunciado por otras mujeres por unos mensajes amenazantes que se iniciaban en el ámbito 2.0 y que acababan trascendiéndolo, transgrediéndolo, hasta el punto de extrapolarse a la vida real. El diario ARA se hacía eco hace solo unos días de algunos testimonios y provoca escalofríos darse cuenta de hasta qué punto es peligrosa la sensación de accesibilidad que es inherente a las redes; una pseudoproximidad que se traduce, como en el supuesto que nos ocupa, en el abuso de una confianza que en realidad es inexistente; en la proyección de unas sensaciones o percepciones que son completamente ajenas a la persona receptora de estas atenciones o exigencias repentinas.
El concepto de exigencia es clave, de hecho: algunas de las mujeres que hablan de este acosador ponen el énfasis en el tono demandante de sus mensajes, en la búsqueda de una reciprocidad que, en caso de no producirse, se traduce en unos sentimientos de rabia, rechazo, frustración e impotencia que se verbalizaban mediante un tono de desprecio, insultante, ofensivo, propio del narcisista que se siente infravalorado y que opta por enfadarse con la persona que ha decidido privarlo de una bilateralidad en las atenciones.
La idealización del otro y, sobre todo, la objetivización o la conceptualización de un sujeto que no se conoce más allá de su proyección pública es un peligro intrínseco de las redes sociales. Por eso hay seguidores de famosos que parecen sentirse cercanos a los objetos de su admiración, en vez de concebirlos como individuos inaccesibles, situados en una especie de pedestal muy alejado de su vida, que es lo que se hacía antes de las dinámicas virtuales que dominan nuestra existencia. Seguir a alguien en las redes no nos convierte en amigos de esta persona y hacer un seguimiento exhaustivo de las rutinas que el sujeto en cuestión decide mostrar no tendría que convertirse en una invitación a los comentarios privados, al alud de mensajes elaborados en un tono de confianza muy inapropiado, rotundamente fuera de lugar, sobre todo cuando van acompañados de exigencias de regreso en los supuestos afectos.
La actitud evidentemente enfermiza, patológica, del acosador de Paula Bonet va más allá de la admiración o de ninguna forma de enamoramiento platónico hacia la artista y, en vez de circunscribirse a la irrealidad 2.0, osa ir mucho más allá y oscila sin escrúpulos entre el aprecio y el odio, entre la furia y la adoración, entre la amenaza real y la obsesión crónica. Y si bien el caso de este sujeto es extremo, nos sirve para poner el foco en una tendencia que, sin llegar a estos niveles radicales, se convierte un mecanismo de intrusión y de invasión muy molesto y preocupante, dado que obliga al receptor de la conducta a convivir con el temor de que se reproduzcan estas actitudes fuera de la virtualidad. Y es que, actualmente, la frontera entre intimidad y esfera pública está más difuminada que nunca, y esta ambigüedad se vuelve un laboratorio perfecto para experimentar con nuevas formas de flirteo, de tanteo y de manifestación de idolatría, las cuales pueden ser más o menos tolerables cuando se limitan a los comentarios esporádicos y moderados, pero que son, en cambio, exageradamente preocupantes cuando se suceden de manera excesiva, compulsiva, a deshora, y sin ningún tipo de empatía o consideración hacia el espacio privado e íntimo de la otra persona.
Las redes sociales son una buena manera de conocer personas y no es extraño, de hecho, que, más que conocer a gente nueva, en algunos casos, y sobre todo en algunos gremios, acabemos “desvirtualizándola” cuando coincidimos fuera de las redes. Es normal y muy común interactuar con perfiles afines a los cuales no ponemos cara y ojos más allá de la imagen que ilustra la cuenta de Twitter o de Instagram, y puede ser incluso divertido personificarlos y volverlos “reales” sin una burbuja 2.0 haciendo de escenario. Como todo, pues, las redes no pueden ser las culpables de estas nuevas fórmulas de acoso, sobre todo porque el peligro más grande sigue teniendo lugar cuando el acoso se extrapola a la vida real, a una realidad tangible que no entiende de likes ni de bloqueos a un clic.
Sin embargo, hay que tener presente que la propia accesibilidad que favorece el surgimiento de unos vínculos positivos entre personas tiene un reverso oscurísimo en casos como este, y esto tiene que alertarnos y tiene que impulsarnos a revisar algunas conductas potencialmente amenazantes o angustiosas, como por ejemplo el bombardeo de mensajes 2.0 a una desconocida, sean cuáles sean las intenciones.