Odio es la palabra en la que la eurodiputada del PP Dolors Montserrat basa fundamentalmente su discurso político. Búsqueda rápida: el lazo amarillo era un "símbolo de odio que ultraja" y que "significa odio hacia la otra mitad de los catalanes" (2018). "El gran enemigo de Europa es el nacionalismo, y no podemos permitir estos movimientos que odian la unidad, odian Europa y que la intentan desestabilizar" (2020). Y el texto aprobado ayer por el comité del Parlamento Europeo que Montserrat tiene incautado para su uso particular condena "la incitación al odio" contra las familias catalanas que han acudido a los tribunales a exigir el 25% de castellano.
Montserrat vive instalada en lo que el filósofo Daniel Innerarity conceptualizó como “la democracia del odio”, es decir, un sistema de relación entre partidos enfocado a la polarización. Es una práctica especialmente perversa, porque como dice el pensador vasco, “el odio se despliega con más libertad allá donde quienes odian saben que sus palabras no irán más allá, que sus palabras no tendrán consecuencias de tipo violento”. La diputada conservadora imputa a los otros conductos de odio, porque ya sabemos que un titular sólo cotiza si contiene una palabra gruesa y no un matiz. Pero el daño ya está hecho.
Recuerden que Feijóo afirmó que hay un “apartheid lingüístico” en las aulas catalanas (2022), cuando precisamente la inmersión es todo lo contrario: une a los estudiantes en una misma aula y no los separa. Por eso, porque están tan lejos de la verdad, conceptos como el odio hacen imposible el entendimiento y suponen una banalización de las palabras que rebaja todo el mundo, empezando por quienes los usan como recurso.