Nada es más seductor que la ley

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Ambiente en la calle Joaquín Costa del Raval.

Cada día –literalmente– aparece alguna noticia alarmante sobre el futuro del catalán. Ya sea a nivel macro (estadísticas) o micro, es decir, las pequeñas humillaciones que los catalanohablantes debemos sufrir en nuestra vida diaria, y que generan una sensación de vulnerabilidad ante un cambio que se prevé decisivo e inevitable. Ante este hecho, las respuestas son diversas. Me gustaría hablar de la realidad que no podemos rehuir, de todo lo que tenemos por hacer, y de los riesgos que deberíamos evitar.

Por lo que respecta a las realidades, la primera es incuestionable: tenemos la demografía en contra. La demografía no es ni una opinión ni una ideología: son datos. Vivimos en la zona próspera del mundo, tenemos un índice de natalidad muy bajo y la inmigración no solo es inevitable sino que hasta cierto punto es necesaria. Los catalanes de origen no debemos culparnos por no tener más hijos, ni debemos culpar a los recién llegados por querer una vida mejor. Pero es absurdo negar el daño que este fenómeno está haciendo al catalán.

Y sin embargo, es un gran milagro la pervivencia –y la vitalidad– de nuestra lengua en un contexto como este. Somos quizás la comunidad lingüística sin estado propio más vital de toda Europa. La más creativa, la más consciente, la que ha incorporado a más gente (de los catalanohablantes actuales, ¿sabéis cuántos son hijos o nietos de inmigrantes?). Nunca lo olvidemos, todo esto, porque a veces las actitudes compensan las cifras.

Pero es evidente que se está agudizando un desequilibrio. Si en los primeros años del pujolismo nos preguntábamos cómo integrar a los recién llegados, ahora también debemos preguntarnos cómo evitamos el arrinconamiento cultural de los autóctonos. En ese sentido, con el fracaso del Procés perdimos una gran oportunidad. Con un estado, o un mayor grado de soberanía, podríamos defender mejor el catalán. Mientras no tengamos una oportunidad similar, habrá que pelear en cada trinchera, cada día, con todos los resortes de poder que tengamos al alcance. Para que esto ocurra es necesario que los partidos soberanistas, por muy enfrentados que estén, suscriban un pacto de hierro por el catalán. Y también hay que resistirse a la tentación de ser pocos: con un enemigo como el que tenemos, es obvio que sin el PSC todo será más difícil.

¿Y todo esto para hacer qué? Pues para obtener un nivel de protección del catalán equiparable a la lengua de un estado. Que sea imprescindible para vivir y trabajar en Catalunya, que reciba un trato preferente, que se discrimine en positivo la comunicación y la creación en catalán. Que quienes quieran dar la espalda al idioma lo tengan realmente difícil. Comprensión y empatía, como siempre. Pero con leyes detrás: las leyes son grandes seductoras. La situación es lo suficientemente grave como para no limitarse a los verbos amables de la política (impulsar, apoyar, seducir) y para hacer también lo que hacen los estados: regular, imponer, garantizar. Con la misma naturalidad con la que lo hace cualquier gobierno. Dentro de España todo esto va a costar mucho; por eso algunos somos independentistas. Pero hay que trabajar con las herramientas que tengamos en cada momento.

Por lo que respecta a los riesgos: el más evidente es evitar caer en la xenofobia. Porque racializa un problema social y demográfico, estimula el odio y suele culpar al eslabón débil. Y al mismo tiempo, e igual de importante: no caricaturizar, con etiquetas falsas, la simple defensa de la lengua. Un catalán que quiere ser atendido en catalán por el médico o el camarero no es un supremacista; es un ciudadano ejerciendo un derecho. No podemos dejarnos decir según qué, porque somos un país que ha asistido a una transformación poblacional enorme, radical, con un nivel de tolerancia muy alto y una relativamente baja conflictividad. Esto –además de la lengua– también es Catalunya. Y debe seguir siéndolo.

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