A diferencia de lo que creen los monótonos apocalípticos, el mundo no ha llegado a su fin –el mundo no avanza, solo gira, y gracias–; pero este mundo nuestro, el que empezó en 1989 con el fin de la Guerra Fría, sí parece encontrarse en su final. La mediática querelle des bouffons entre Trump y Musk, por ejemplo, es la parte más esperpéntica de un proceso de decadencia que tiene muchas caras. Resumiendo mucho: las expectativas mundiales derivadas de la caída del Muro de Berlín eran las de una gran potencia hegemónica, Estados Unidos, rodeada de países que, por una u otra razón, fuera por cuestiones económicas, militares o tecnológicas, dependían de él fuertemente. Al cabo de solo doce años, sin embargo, los hechos del once de septiembre de 2001 y los conflictos bélicos posteriores más o menos fallidos que se derivaron mostraron una realidad bien distinta. Seis o siete años después, entre el 2007 y el 2008, lo que había comenzado siendo una crisis puntual del sistema hipotecario estadounidense se convirtió en una crisis mundial, cuyos efectos todavía duran a pesar de haber pasado diecisiete o dieciocho años. Invito al lector a evocar –temo que amargamente– cuál era su poder adquisitivo real hacia 2005 o 2006, y cuál es el actual, veinte años después. Hacia 1989, o incluso a principios de 2002, que es cuando se implantó el euro, todo esto resultaba casi impensable. ¿Qué mundo se está yendo ahora?
En primer lugar, el de la confianza en la democracia representativa. La erosión viene de lejos, tal y como intenté argumentar hace ya veintisiete años en El crepuscle de la democràcia, y hoy parece haber llegado a un punto de no retorno después de un ciclo que, en realidad, no ha sido tan largo. No es la primera vez que esto ocurre. Un ejemplo. Dos escépticos sobre las potencialidades de las libertades democráticas como Josep Pla y Jorge Luis Borges (el catalán nació en 1897 y el argentino en 1899) conocieron de jóvenes los estragos de la Primera Guerra Mundial y el posterior colapso de las democracias europeas, en especial la de la República de Weimar. Aquel derrumbe desembocó en la Segunda Guerra Mundial. Aunque hoy en día pueda parecer extraño, paradójico o forzado, muchas personas de esa generación asociaban la democracia con la aparición del totalitarismo. Con o sin razón, hoy, cien años después, muchos jóvenes y no tan jóvenes abominan del sistema porque lo asocian, en términos causales, a cosas que no les gustan y que creen que les perjudican. Ha pasado en los Estados Unidos del segundo Trump y está pasando en Europa con el crecimiento imparable de la extrema derecha (Catalunya, por cierto, no representará ninguna excepción en relación con este cambio).
En segundo lugar, se ha acabado la confianza en las potencialidades de una globalización que hace un cuarto de siglo parecía rutilante. En Occidente, la deslocalización de la producción industrial a países con condiciones laborales del siglo XIX ha provocado la pérdida de millones de puestos de trabajo, así como una presión a la baja sobre los salarios locales, especialmente en sectores manufactureros. Todo ello ha contribuido al declive de las clases medias y a la depauperación, e incluso a la pura inviabilidad, de sectores productivos estratégicos como el agrícola o el ganadero, así como una demografía que compensa la natalidad casi cero con grandes flujos migratorios que a menudo son irregulares. ¿Resultado? El aumento de la frustración, e incluso de un verdadero resentimiento social que se traduce en el voto antisistema de extrema derecha o extrema izquierda.
Por último, casi nadie confía ya en un orden mundial basado en la diplomacia. El enfrentamiento entre el comunismo y el capitalismo terminó en 1989, pero la tensión entre los modelos democráticos liberales y los autoritarios no ha hecho más que empezar. La competencia en inteligencia artificial y otras tecnologías análogas, por ejemplo, tiene hoy una dimensión bélica, y la desconfianza en mecanismos de seguridad colectiva efectivos hace que el gasto armamentístico se dispare. Al escuchar las cifras inauditas que Europa tiene previsto invertir en defensa a lo largo de los próximos años, uno piensa sin remedio en esa ingenuidad sobre el fin de la historia que Francis Fukuyama trató de incorporar a la mentalidad surgida después de la Guerra Fría. En todo caso, lo que hemos intentado explicar en este papel no puede reducirse, como es habitual, a una banal confrontación entre optimistas y pesimistas: el problema es mucho más hondo y reclama decisiones inciertas y difíciles, no las tonterías dialécticas habituales para salir del paso.