La trampa de la decadencia

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Vista aérea del ensanche de Barcelona

Se reaviva el discurso de la decadencia de Barcelona -y, por extensión, de Catalunya-. Es una reedición más de nuestra crítica constante. Somos decadentes desde el siglo XVII, cuando Olivares dijo que “los catalanes [...]han menester ver más mundo que Cataluña”. Incluso Pasqual Maragall tuvo que luchar contra los nostálgicos de la Gauche Divine, que afirmaban que la Barcelona franquista era más libre y más diver. Por lo tanto, que aparezca una nueva hornada de decadentistas no solo no nos tiene que impresionar, sino que confirma que nuestra sociedad es tan barcelonesa y tan catalana como siempre.

La narrativa del decadentismo actual, martilleada simultáneamente desde Barcelona y desde Madrid, se basa en a) el contraste entre una Barcelona enfadada e hipernormativista frente a un Madrid abanderado de la “libertad”, b) la parálisis catalana derivada de la crisis interna del independentismo y c) factores puramente endógenos, sobre todo la “cultura del no a todo” a nivel municipal y nacional.

Este relato tiene la virtud de ser transversal, porque agermana a socialistas, populares y exconvergents, con el apoyo de la patronal, que tienen en común el odio compartido hacia el colauismo y el independentismo. También seduce a una parte de los comuns (la parte más proclive al PSC) y a una parte de Junts (la parte más convergente y más contraria a Ada Colau). Ante esta “cultura del sí” estarían ERC, los comuns y la CUP, si bien los dos primeros son muy capaces de jugar a dos bandas y pactar con el PSC o con Junts cuando las circunstancias o la aritmética lo permiten.

La vacuna contra la decadencia barcelonesa y catalana seria, evidentemente, el PSC, unionista, centrista y moderado, la gran arma para matar dos pájaros de un tiro: el pajarito del colauismo y el pajarraco del independentismo, el uno impidiendo la reactivación económica y el otro poniendo en cuestión el marco constitucional y la manera de hacer que ha permitido la España radial, la megacapitalidad de Madrid y el drenaje de la España interior, que ahora se lamenta porque está vaciada.

Severos con el poder local y complacientes con el poder central (el de verdad), el PSC y las élites catalanas atribuyen el mal momento catalán al proceso soberanista, cuando el Procés ya era, precisamente, una respuesta ante una decadencia estructural, que no se puede explicar sin hacer referencia a las limitaciones, el expolio y la hostilidad de los gobiernos españoles en las últimas décadas. (Para comprobarlo, solo hay que visitar la hemeroteca: repasad de qué nos quejábamos en los años de los tripartitos). Estamos como estábamos, o peor, pero solo el independentismo ha puesto sobre la mesa un proyecto para cambiar la dinámica decadentista, haciendo de Catalunya un país, en lugar de un grupo de presión de andar por casa. Al fracasar la lucha por la soberanía, los problemas reaparecen, pero quienes se lamentan de la “decadencia”, con lágrimas de cocodrilo, son los que tumbaron el Procés por la vía represiva y sus cómplices.

En términos económicos, el discurso decadentista es un simple camuflaje del ideario neoliberal, que si en 2007 nos condujo a una crisis económica nunca superada, ahora se nos aparece, además, como un suicidio colectivo por las consecuencias de esta “cultura del sí a todo” sobre el medio ambiente, a escala planetaria.

Todo esto no quiere decir que los comuns y ERC tengan que unir sus destinos, pero sí que tienen que entender que delante suyo hay un bloque ideológico heterogéneo pero implacable, que saca la nariz cada vez que la palabra decadencia aparece de forma nada inocente en artículos y discursos, en forma de profecía autocompleta.

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