ANTES DE AHORA

¡Qué viene Sorolla! (1923)

Piezas históricas

M. Rodríguez Codolá
3 min
Exposición dedicada a Sorolla en el Centro de Arte Amatller, en Barcelona.

Del artículo del crítico de arte Manuel Rodríguez Codolá (Barcelona, ​​1872-1946) a La Vanguardia (15-VIII-1923) a raíz de la muerte del pintor impresionista Joaquín Sorolla Bastida (Valencia, 1863-Cercedilla, 1923). Traducción propia. En el Centro de Arte Amatller del paseo de Gràcia se encuentra la exposición Sorolla, una nueva dimensión sobre la vida y obra del pintor valenciano con el apoyo de recursos tecnológicos avanzados (realidad virtual, proyecciones inmersivas 360º...)

A finales de 1892, los concurrentes en la clase de desnudo en el Círculo de Bellas Artes de Madrid esperábamos que el vocal de turno colocara el modelo. Al retrasarse más de lo necesario, alguien, más impaciente que sus compañeros, bajó, con ánimo de queja, al otro piso, donde no solíamos entrar los neófitos. No tardó en correr la voz: “Que viene Sorolla”. Entró enseguida. Corto de talla, negra la barba flácida, los ojos penetrantes, de aire calmoso, se plantó en el semicírculo, examinó en silencio la modelo, hizo que se pusiera de cara, los pies juntos, los brazos separados, tal como debía emerger Afrodita de entre las olas del mar. Y el maestro se marchó. Era de una sencillez encantadora aquella actitud; era de un sentido noblemente escultórico, que no creo que le revelara en otra ocasión el pintor levantino. Todos dibujamos esa figura muy a gusto, y cuando entraba un nuevo asiduo en la clase, convergían en él todas las miradas, como preguntándole, satisfechos y engreídos: “¿Qué tal? ¿Eh?” Alguien la enteraba en voz baja: "La ha puesto así Sorolla". “¡Ya decía yo!” –adivinábamos que exclamaba en su fuero interno el recién llegado. En esta ocasión vi por primera vez, con respetuosa curiosidad, al maestro de la pintura contemporánea. La renovó en nuestro país, al sentirse interesado, como Goya en sus días, por la vida de sus paisanos, por el ambiente familiar; que en éste fue, no el aragonés, sino el madrileño; que en el caso de Sorolla ha sido no éste, sino el de la huerta y el mar valencianos. Y, sobre todo, el sol de su tierra levantina, padre y señor de luces y colores; mago que incluso de lo humilde arranca resplandecientes y pone temblores brillantes sobre las superficies esmaltadas y penetra de claridades lo que ambiciona quedar modestamente en la sombra. [...] En su persecución del color, Sorolla acabó por encontrarse que el sol le comunicaba una sensación de dominio sobre todo lo creado, para hacerlo revivir a su manera en los cuadros. [...] El color fue el señuelo con el que el sol atrajo a Sorolla y lo embriagó. [...] Un día esos ojos escrutadores terminaron por no interesarse ni por el sol, del que tanto se habían saturado: aquel ser, infatigable tiempo era tiempo, que en los ratos de ocio no sabía estar de dibujar , yacía baldado, sin darse cuenta de que se le escurría la vida: a él, que tanto llenó de luz sus obras, el cerebro se le hundía en las tinieblas. Los pinceles quedaron inactivos, la paleta ya no compitió más con los colores de la naturaleza. Y ésta dejó de tener un rival. Ya no funcionaba bien aquella máquina humana que había sido favorecida con un órgano visual tan prodigioso. Y al desplomarse, en el derribo último, era el cuerpo humano lo que caía vencido. El espíritu del artista queda en los cuadros donde se prodigó y dónde perdurará su gloria. Prometeo de la pintura, diríamos que también pagó muy caro haber levantado los ojos al sol, para apoderarse de sus resplandores.

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