Paula Bonet: "Tengo que proteger mi obra porque es lo que me da el máximo placer"
Pintora y escritora. Inaugura la exposición 'La anguila. La carne como pintura y la pintura como espejo' en el museo Can Framis de la Fundación Vila Casas
BarcelonaLa artista y escritora Paula Bonet (Villarreal, 1980) presenta a partir del martes su primera exposición institucional en Barcelona en el Museo Can Framis de la Fundación Vila Casas, La anguila. La carne como pintura y la pintura como espejo, una muestra que puede visitarse hasta el 19 de enero y que marca un punto de inflexión en su trayectoria. Respecto a la imagen que a menudo se tiene de ella, más bien reduccionista, Bonet advierte: "La Paula ilustradora apenas la conozco, soy pintora. La Paula ilustradora es un momento en el que hice unos dibujos y después volví a entrar en la pintura y, aun así, estos dibujos estaban llenos de pintura".
En un fragmento de la novela La anguila (2021) hace referencia a una pintura de El rapto de Europa, un tema mitológico que hoy es muy problemático porque en realidad hace referencia a una violación. ¿Qué se hace con pinturas como estas, y cómo se abordan artistas controvertidos como Pablo Picasso y Paul Gauguin?
— Solo existe una opción: acercarnos a estas pinturas sabiendo a qué pinturas nos acercamos y teniendo muy en cuenta el contexto. La ideología de la destrucción no la considero. La cancelación no la considero. Por ejemplo, entiendo perfectamente quién fue Picasso, pero recuerdo que la primera vez que me emocioné con una obra de arte fue viendo en directo el Guernica. Probablemente fue el primer momento, y eso que estudiaba bellas artes, que entendí qué era realmente pintar, porque la había visto por primera vez de pequeña en una mala reproducción en la tienda de muebles de mis padres. Aquello era terrible y me provocaba un desasosiego que intentaba contar a mi familia, y ellos me decían: "Bueno, es que esto es el arte, el arte provoca emociones". Y yo pensaba que a mí sólo me provocaba inquietud. Pero cuando por primera vez veo en directo el Guernica, que pensaba que era una pintura de tintas planas, vi que tenía churretones y una carga matérica excelente. Y, sobre todo, lo que más me sorprendió fue que vi un cuerpo pintando aquello, la parte física de la pintura. Esa pintura me golpeó. Sentí el acto creativo que muchos años antes había hecho un señor que, evidentemente, sí que abusó del poder que le daba su estatus, su género, su edad y su cátedra, al igual que Lucian Freud, Paul Gauguin y tantos otros. Es dificilísimo responder a esta pregunta, pero evidentemente deben revisarse las cartelas, debemos querer educarnos y acercarnos al arte también con este conocimiento.
Entonces, ¿cree que de alguna manera el artista y la obra se pueden separar?
— Esto es tan difícil, que no puedo decir nada concluyente. Solo puedo hablar de mi experiencia y que, como pintora, hay ciertas obras que sería terrible que no existieran, por lo técnico. Es muy interesante ver cómo, una vez revisado y analizado el contexto de estas obras, hablan perfectamente de qué se veía como normal, qué era el sentido común y de cómo todo acaba siendo una construcción social.
Considera la exposición en Can Framis un final de ciclo. ¿Por qué?
— Cuando publiqué La anguila e hice la exposición en CreatiBEty, pensaba que era un proyecto que había transitado, que estaba resolviendo y que, por tanto, estaba dejando atrás y que ya podía trabajar en el siguiente. Y estos últimos tres años he empezado muchos otros proyectos, pero la anguila seguía latiendo, se iba imponiéndose todo el rato. Y para mí fue interesante hacer algo que digo a mis alumnas que deben hacer: no deben dar nada por sentado, sino que deben estar atentas a lo que va pasando y permitir que el proyecto mute y te lleve a otros sitios, porque muchas veces piensas que quieres hablar de una cosa y estás hablando de otra. Y es el paso del tiempo el que te explica de qué querías hablar o hacia dónde ibas. Entonces, después de intentar trabajar en otros proyectos, fui consciente de que tenía tanta necesidad de alejarme de La anguila que me imponía una forma de trabajar que nunca he utilizado.
¿En qué sentido?
— La anguila me hacía sentir que me había aniquilado, que como autora me había aniquilado, que en la relación con mi obra me había aniquilado, que en la relación con lo que está fuera de mi obra me había aniquilado. Y finalmente entendí que no estaba todo dicho. Además, había enfrentado ese proyecto con miedo, y el tiempo me había hecho ver cómo podía deshacerme de ese miedo. Así que esta revisión de La anguila ya está hecha desde ese lugar de saber que mi voz es mía, que yo soy quien decide desde dónde hablar y cómo hablar. He podido entrar de nuevo en el taller sin saber cuándo saldría y he podido equivocarme y romper muchas pinturas. La pintura es un lenguaje de la pérdida, trabajamos capa a capa, y no estoy nada cerca de nada digital o de ninguna tecnología que me permita volver al atrás. Cuando decido seguir, sé que estoy sacrificando lo que acababa de conseguir. Esta anguila me ha dado mucho placer, porque me ha hecho sentir que me permitía mirar de cara a una serie de temas que no quería seguir trabajando. El tema te escoge, éste es el problema. Y gracias a ese atrevimiento, o a ese soltarme, sí siento que ese animal, que sobrevive a pesar de todo, que se adapta a cualquier medio y que vuelve al lugar donde nació para reproducirse y morir, ahora sí está regresando a ese lugar donde nació y se ha reproducido. He hecho esta pintura última, que es la única que tiene título, Júlia, porque es la conclusión de mi relación con las maternidades y las no maternidades. He entendido también durante estos años que me vi abocada a ese mandato social de las maternidades, cuando realmente no quería ser madre; por eso no he tenido que hacer ningún duelo, es un tema del que he podido hablar muy tranquilamente, desde la obra, con lectoras...
Las lectoras son las del libro Roedores: cuerpo de embarazada sin embrión (2018), que publicó después de partir dos abortos involuntarios?
— Sí, el libro me llevó a viajar mucho, sobre todo por América Latina, y acabé hablando con muchísimas personas que después de las presentaciones venían a contarme sus experiencias. Roedores era un grito, un golpe, decir qué está pasando, ¿por qué damos la espalda a tantos asuntos como puede ser un aborto involuntario, por qué nos hemos convertido en un contexto que vive desinformado? Recuerdo que cuando viví los abortos involuntarios en un principio todo apuntaba a que era porque ya tenía 38 años y era demasiado mayor para ser madre. Por desconocimiento, pensaba que no podía salir a la calle con un proyecto que es una queja porque no podía ser madre cuando quería ser madre, como un berrinche de una niña. Y la información estaba ahí, lo que pasa que vivimos en un contexto que nos quiere sin información, sin poder. Así como me cuesta mucho hablar de violencias, porque eso sí siento que hay una herida abierta [declina hablar del acoso que ha sufrido], con las maternidades y las no maternidades puedo escuchar a quien sea y soy empática, porque no siento ningún tipo de dolor ni de frustración. También quería cerrar simbólicamente este ciclo y por eso he pintado la Júlia, que ahora tendría 8 años. De alguna manera, ésta Júlia también es entender que debo dejarme marchar.
Habla de tener una voz propia y de entender cómo utilizarla. ¿Le ha costado mucho encontrar su voz?
— Al final, la clave está siempre en el contexto. Es muy difícil no estar influenciada por este contexto y no querer, de vez en cuando, asomar la patita para ser complaciente. Y aquí hay mucho peligro. Al igual que con las maternidades hablamos de un mandato social, también existen una serie de normas de las que no se habla, pero que se imponen de alguna manera. Y si quieres ser aceptada en un mundo tan complicado y difícil como es el de la pintura, al final muchas veces acabas cayendo. Lo que me hace feliz es que cuando terminé bellas artes y empecé a entrar en el mundo de las galerías, vi que no tenía ninguna necesidad de ser aceptada y que si intentaba ser aceptada perdería mi autonomía, mi placer, mi voz.
Entonces ya era consciente de que tenía una voz.
— La voz está siempre en construcción. No me ha costado encontrar la voz porque es algo que ha estado siempre ahí latiendo y que le he ido haciendo caso a pesar de todo, porque también me ha traído problemas de pequeña, de adolescente, problemas familiares... Y seguramente me ha alejado de lugares en los que me hubiera gustado estar. Lo que sí me ha costado entender es que la voz debe cuidarse, que debe permitirle que mute, que este proceso es algo muy individual y hay que trabajar muy bien esta soledad: no te la tienes que encontrar esa soledad, debes construirla. Pero al mismo tiempo nos necesitamos unos a otros. Hay que encontrar el equilibrio entre ser un ser social y esa necesidad que tengo desde muy pequeña de recogerme y construirme desde dentro.
¿Los problemas familiares los tuvo porque quería ser artista?
— Sí, pero eso le ocurre a todo el mundo. Ahora tengo un taller y cuando empezamos con las presentaciones de los grupos, que son de un máximo de diez personas, un porcentaje elevadísimo dicen que querían hacer bellas artes pero no pudieron hacerlo porque se esperaba otra cosa de ellos. El contexto nos está diciendo que estudiar bellas artes es una pérdida de tiempo o algo que se vincula a un divertimento. Y, claro, a mí me costó hacer entender a la familia que pintar es pensar, es mirar, y que desde la pintura también se pueden cambiar las cosas.
¿Por qué tuvo la necesidad de crear el taller, la Madriguera?
— La Madriguera es un espacio que empecé a construir pensando que me estaba construyendo, lo que decíamos antes: ver qué pintas y después ver qué ha pasado. Pensaba que me estaba construyendo un refugio y estaba clonando físicamente un taller de grabado que conocí en Chile a los 20 años, adonde llegué huyendo... Mi inconsciente salvándome de ciertas violencias. Y ahora llego a un taller de grabado y qué veo... Primero, que en Girona todas éramos mujeres, y de muchas edades y clases sociales diferentes. Y veo que puedo compartir lo que normalmente sólo he compartido con chicas de mi edad con mujeres mayores, que ya tienen una vida más consolidada que la mía, y con las que puedo relacionarme de una manera casi maternofilial, pero con arte de por medio. Esto para mí fue precioso, poder sentir ese abrazo. Me interesó la parte colectiva del taller. Quería tener aquí, en Barcelona, lo que me había salvado a los 20 años. Y ha ocurrido algo precioso, que es que, de repente, ya no es mi espacio. He tenido que marcharme y crearme un espacio privado al lado, porque no puedes pintar si no tienes esa soledad, un espacio donde quizás estás una mañana sentada en una silla mirando cómo se está secando una pintura o no haciendo nada. Tengo la suerte de tener ambas cosas. Y lo más precioso del taller compartido es que imparto talleres, pero ahora mismo hay cinco personas aprendiendo unas de otras ya mí no me necesitan. Esto es impagable. Es un tesoro.
En uno de sus primeros grandes éxitos se opuso a que explotaran sus trabajos haciendo merchandising, lo que le habría permitido hacer dinero.
— Sí, mira que estuve alerta y huí rápidamente. No hice publicidad ni acepté ninguna de las propuestas económicas golosas que me llegaron. Pienso que hay un problema respecto a lo que entendemos por éxito, porque mucha gente pensaba que aquello era la cima de éxito y yo lo que cada vez veía más claro era que se trataba de una cárcel. Me di cuenta de inmediato con la primera propuesta de publicidad grande que llegó, que aquella marca tan conocida tomaría esto, lo exprimiría absolutamente y me lo devolvería, y yo ya no podría hacer nada más con eso, porque sería de ellos y yo sería toda la vida la chica que hizo los dibujos. Me asusté y vi que debía proteger mi obra porque es lo único que sé hacer y es lo que me da el máximo placer. No podía sacrificarlo.
¿Qué es el éxito?
— Sentía que tenía éxito porque, de todo mi grupo de amigos de la facultad, era la única que seguía pintando, y eso me hacía sentir muy llena. No entendía cómo podían renunciar a la pintura, a tener su espacio, a tener su taller. Terminamos bellas artes y todos empezaron a casarse, a comprarse un piso, a tener hijos. Había una parte de mí que pensaba que me equivocaba, pero es que no podía no hacer eso. Mi abuelo, cuando sus nietos se casaban, les daba el dinero de la boda, y entonces fui a hablar con él y le pedí ese dinero y me monté un taller en el barrio del Carmen de Valencia. En aquel taller era feliz, eso era tener éxito. En ese momento pensé que no comercializaría mi arte, que haría otros trabajos y que, con ello, estaría siempre a buen recaudo. Luego pasaron muchas otras cosas, pero ahora sí que pienso que después de todo este viaje estoy en un sitio bueno: estoy pintando, llevo varios proyectos que nadie ha visto. Uno de ellos quizá se verá en marzo, espero que sí, pero ya no existe esa necesidad de mostrarse que creo que es muy característico de nuestro tiempo. Ahora es todo fácil, rápido, espectacular, todo son fuegos artificiales, todo el mundo tiene que aplaudir consumiendo las imágenes a una velocidad que da mucho miedo, y una pintura es lo contrario.