El verano de 2017, en la famosa noche del "Se queda", con ese tuit de Piqué y Neymar abrazándose, recibí una gran lección. Todos teníamos cuello abajo que el brasileño se marchaba, pero el mensaje lo trastocaba todo. Después de varias llamadas para tratar de averiguar qué estaba pasando, una voz autorizada me hacía entrar en razón: "Un negocio de 222 millones no se va al garete para que dos tíos se vayan a hacer unas cervezas" Y así fue. Laporta aceptara la continuidad de Xavi por un simple discurso de tres minutos. Por más emotivo que fuera lo que iba a decir el entrenador. La decisión ya estaba tomada y estaba a medio camino entre la estabilidad institucional y la razón económica. Por un lado, el núcleo más duro del presidente le convencieron de que Xavi era el mejor paraguas si las cosas iban mal dadas. Por otro lado, desde los despachos aseguran que el egarense no quería renunciar al dinero que tenía firmado por contrato. Por tanto, que Xavi siguiera se veía como la opción más práctica a todos los niveles, aunque continuara habiendo muchas discrepancias internas sobre su capacidad como técnico.
Lo que realmente sorprendió fue la puesta en escena. Al día siguiente de esa cena, que pasará a la historia como la de la noche del sushi, se improvisaba una rueda de prensa para confirmar a Xavi a bombo y platillo. Como si nada hubiera pasado. Por el contrario, parecía más bien la presentación de un nuevo fichaje. A las lágrimas y abrazos del presidente ya la fotografía perfectamente diseñada de toda la cúpula deportiva dando un grito de guerra, se añadían mensajes interesados por parte del club asegurando que el fair play pintaba mejor y que el verano no iba a ser tan traumático como en los últimos años.
Pero nada había cambiado. Ni Xavi tenía realmente ganas de quedarse, ni Laporta confiaba ciegamente en el entrenador, ni había ninguna garantía de poder fichar primeras espadas para reforzar al equipo. Por el contrario, todo apunta a que habrá que venderse las joyas de la abuela. Una inestabilidad, pues, que tenía las horas contadas y que ha estallado justo ahora, después de que el entrenador se desnudara en la sala de prensa y dijera una obviedad como un templo: que sin poder hacer un equipo a medida, sino únicamente un traje con recortes de ropa, era necesario rebajar las expectativas y dejar de soñar con grandes títulos.
Sorprende que Laporta se sienta ofendido por unas palabras que no son nada del otro mundo. En la misma línea del "Se queda" o de la noche del sushi. Más bien da la sensación de que el presidente, asfixiado en los últimos días por las noticias sobre las presuntas irregularidades en el aval que tuvieron que presentar en el 2021, haya querido realizar una cortina de humo. Una apuesta arriesgada, porque no deja de ser una forma de desviar la atención con un segundo incendio más escandaloso que el primero.
A estas alturas de la película, con el enésimo giro de guión, Xavi debería dejar de ser el entrenador de forma inminente. Pero la cosa va por largo. Todo pasa por negociar el finiquito de 12 millones de euros (8 para él y 4 para los miembros del cuerpo técnico). Y como hay dinero de por medio pero el Barça está arruinado no se puede descartar ningún escenario, ni siquiera que el egarense se acabe quedando. O que se busque otra cabeza de turco, como Deco. En cualquier caso, sea uno, otro o ambos, es evidente que algo debe cambiar.
Mientras todo el mundo daba por hecha la destitución, desde el entorno de Xavi aseguraban que ellos seguían trabajando con normalidad. Dicho en otras palabras: si ahora es el club el que les echa, no tienen por qué perdonar ni un céntimo de lo que tienen firmado. Mientras, desde el palco la versión oficial es que aquí no hay ningún cambio, aunque todo sean reuniones a toda prisa.
Qué diferente habría sido todo si en enero, cuando Xavi dijo que se marchaba, se hubiera reunido con Laporta y hubiera firmado la rescisión de contrato en verano. Al final sólo hay algo cierto: en el fútbol la palabra no tiene ningún valor.