(Des)vistiendo Picasso y Miró
De la bohemia calculada del pintor malagueño a la elegancia clásica del catalán, ambos artistas colaboraron a lo largo de su carrera en proyectos relacionados con la indumentaria
BarcelonaParís. Enero de 1928. Pablo Picasso se encapricha de una jovencita que se está probando sombreros en las Galerías Lafayette. Es Marie-Thérèse Walker, que poco tiempo después se convirtió en musa y amante del pintor malagueño mientras éste todavía estaba casado con la bailarina rusa Olga Koklova. El coup de fue con Walker también se haría extensible a los sombreros, un accesorio que cultivó obsesivamente hasta el final de su carrera. Lo atestiguan retratos de Marie-Thérèse y la pequeña Maya, así como de las mujeres que la sucedieron en una vida sentimental intensa: Dora Maar, Françoise Gilot –con quien tuvo Paloma– y Jacqueline Roque, segunda esposa y última compañera de Picasso.
El sombrero también fue una prenda muy presente en el armario del pintor malagueño, más allá de las camisetas marineras, los polos, los pantalones tartán y las chaquetas anchas. Picasso se dejó fotografiar con gorras, sombreros de paja, monteras de torero e incluso barretinas. Así lo explica el comisario Josep Casamartina en Chapeau! De Casas y Picasso en Balenciaga y Pertegaz (Triángulo, 2021), un libro donde recorre la presencia de los sombreros en el arte del siglo XX, centrándose en su figura y en el ámbito catalán. Pero la bohemia de Picasso era calculada: a lo largo de 16 años su sastre de confianza, el italiano Michel Sapone, llegó a confeccionarle un centenar de chaquetas y el doble de pantalones (entre ellos, unos de rayas que eran un guiño a un autorretrato del pintor francés Gustave Coubert) aparte de piezas más especiales como una camisa de estilo cubista, un vestido de dos piezas de terciopelo y un kilt escocés.
“Era un hombre muy presumido y tremendamente educado. Eligía con mucho cuidado sus corbatas, la ropa... Cuando visitábamos Picasso era llamativa la diferencia entre la descuidada extravagancia de éste y el cuidado aspecto de Joan”. En estos términos hablaba Pilar Juncosa de su marido, el pintor Joan Miró, en una entrevista publicada en La Vanguardia en 1992, nueve años después de la muerte del pintor catalán (Picasso, en cambio, le recriminaba a su amigo que a sus encuentros acudiera siempre con la misma mujer). La coquetería de Miró es legendaria. Incluso dejó constancia el escritor Josep Pla: “Iba muy bien vestido, parecía salir de la caja. No creo que hubiera en Montparnasse un artista que pusiera tanto cuidado en la presentación externa y en la indumentaria”.
De la mano del sombrerero barcelonés Joan Prats, Miró descubrió la Sastrería Queralt de Reus, que visitaba cada vez que iba de vacaciones a la masía familiar de Mont-Roig. La estrecha relación entre el pintor y los Queralt está documentada desde los años cincuenta en las cartas que se enviaban y donde el primero les detallaba los encargos para cada temporada: “Un traje deporte de verano, una americana azul deporte. Los botones lisos, sin dibujos y forrados de ropa”. Los elegantes trajes de hombre de la Sastrería Queralt los combinaba con las camisas que le hacían en Bel y Cía 1842, un establecimiento del paseo de Gràcia que aún resiste. Y es que la consagración internacional de Miró le obligaba a viajar mucho y, por tanto, a vestirse mejor que nunca.
Picasso y Miró practicaron dos estilos indumentarios opuestos, pero pensados al milímetro. Ambos eran muy conscientes de la imagen que proyectaban y de su importancia en la repercusión de su propia obra. Un Picasso de edad avanzada fue capaz de poner en su casa-estudio de Cannes luciendo un jersey azul cielo, una corbata rosa, un pantalón rojo brillante, unos zapatos bicolor y un abrigo enorme de piel de oveja. O, directamente, hacerlo en calzoncillos. Era el hombre de las mil identidades. Un joven Miró también fue capaz de aparecer vestido de esmoquin en el café parisino donde se reunían los artistas catalanes. ¿Un surrealista de etiqueta? Él mismo defendió esta controvertida elección estilística en una carta escrita en 1925 a su amigo, el crítico de arte Sebastià Gasch: “Siempre será más revolucionario un hombre vestido de esmoquin haciendo o diciendo cosas agresivas”. Era la identidad hecha realidad.
De escenarios y estampados
Más allá del cuidado por su propia apariencia, tanto Picasso como Miró trabajaron en el campo de la indumentaria, pero siempre por encargo. El primero diseñó la escenografía y el vestuario de Parade (1917), en colaboración con su colega italiano Giacomo Balla, y también de Tricorno-El sombrero de tres picos (1919), dos obras de la compañía de los Ballets Rusos de Serguei Diáguilev. La noche del estreno parisino de Parade, Picasso conoció a la diseñadora Coco Chanel, con quien colaboró en Antígona (1922) y de quien Olga Koklova –entonces su pareja– se hizo buena clienta. Tampoco es casualidad que el perfume Chanel N.5, que se presentó un año antes, tuviera un frasco de inspiración cubista. La primera colaboración teatral de Miró también vino de la mano de Diáguilev, para quien realizó los decorados del ballet Romeo y Julieta (1926) en colaboración con el artista Marx Ernst y, seis años más tarde, se encargó de la escenografía y el vestuario del ballet Jeux de niños. Hacia el final de su vida, el pintor catalán también se implicó en el montaje de Muera el Merma (1978) del grupo de teatro La Claca, y los diseñó decorados, máscaras y marionetas.
After total war can come total living. La sociedad estadounidense de los años cincuenta abanderó este lema para borrar la pesadilla de la Segunda Guerra Mundial. Nueva York se había convertido en el epicentro del arte contemporáneo y todo el mundo estaba dispuesto a sacar rédito comercial. En otoño de 1955, en el Museo de Brooklyn se inauguró Moderno Master Prints, una muestra de tejidos de Fuller Fabrics diseñados por grandes pintores como Marc Chagall y Fernand Léger, pero también Picasso y Miró. En este proceso creativo la empresa textil y los artistas trabajaron codo con codo para que el diseño final fuera un reflejo de su técnica y su paleta de colores. Y es así como una primavera picassiana y unas mujeres y pájaros mironianos se convirtieron en un tejido de algodón para confeccionar vestidos o decorar el hogar.
Esta idea de reclutar a artistas para estampar textiles también hizo agujero en Europa. En Zúrich, la prestigiosa firma Abraham proveía de lujosos tejidos las casas de alta costura de París: Balenciaga, Dior, Yves Saint Laurent... El director creativo Gustave Zemsteg –un hombre culto y coleccionista de arte– convenció a sus amigos Chagall y Miró de hacerle diseños. Pero mucho antes de que varios motivos del pintor catalán se bordaran en colores sobre una seda carísima de Abraham –que acabaría usando Givenchy en un diseño de 1971–, sus cuadros ya se asomaban a las revistas de moda. Así lo demuestra una conocida fotografía publicada en un número del Women's Wear Daily de 1939: la modelo-esfinge pone con un traje de noche de Balenciaga justo en frente de un Miró de gran formato. Precisamente, él fue el elegido –vía Galerie Maeght– para diseñar la cubierta del catálogo deEl mundo de Balenciaga (1974), la primera exposición póstuma dedicada al diseñador vasco y que es el mejor resumen de esta excelsa fusión entre moda y arte.
De la pista a la pasarela
Ayer y hoy, los ecos picassianos y mironianos todavía resuenan. Rebobinamos hasta las Olimpiadas de Barcelona 92 y nos plantamos en la final de baloncesto que ganó el Dream Team calzando unas Air Jordan inspiradas en la escultura Mujer y pájaro de Miró. Un tesoro de coleccionista.
Si avanzamos hasta los desfiles de la última década, abundan las referencias a la heterogénea obra de Picasso: desde las cerámicas que inspiraron los jerséis de punto de Jil Sander hasta los retratos cubistas que el dúo Viktor&Rolf reinterpretó en el espectacular show de alta costura de la primavera/verano de 2016.
Eso sin olvidar los homenajes que le han hecho grandes nombres de la pasarela como Moschino, Schiaparelli, Alaïa... Las pinceladas del universo Miró también han teñido colecciones de Lisa Perry y Céline, mientras que la marca catalana Joidart ha materializado su admiración en una línea de joyas enmarcada bajo su apellido en la que abundan círculos, estrellas y colores primarios.