Con burka y por carretera: así se entra en el Afganistán de los talibanes

La principal diferencia son los controles de seguridad y las banderas blancas de los islamistas

Combatientes talibanes custodian el lado Afgano del paso de Torkham
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Enviada especial a KabulCuando faltan algunos kilómetros para llegar a Torjam, la frontera de Pakistán con Afganistán, ya se empiezan a ver camiones aparcados uno tras otro en el arcén de la carretera, formando una cola interminable que se pierde en el horizonte. Son tráileres enormes, adornados con colores bonitos, como es tradición en Pakistán. Casi todos llevan también grandes pañuelos negros colgando en la parte posterior del remolque. Los conductores dicen que ayudan a ahuyentar las desgracias y la mala suerte. Todos los camiones esperan para cruzar la frontera en dirección a Afganistán.

A pesar de los miles de millones de dólares invertidos en Afganistán por la comunidad internacional en los últimos veinte años, el país apenas produce nada, lo importa casi todo del extranjero. Y por la larga cola de camiones, es evidente que lo sigue haciendo y que el tráfico de vehículos entre los dos países no ha cesado a pesar del retorno de los talibanes al poder.

En cambio, hay poca gente que cruza la frontera a pie, y los pocos que lo hacen se dan empujones y se pelean para entrar en la aduana los primeros. Allí un oficial pakistaní revisa mi equipaje con un escáner y me interroga sobre la cantidad de dólares que llevo encima. Incluso me exige que se los muestre y que firme un documento conforme la cantidad declarada es el dinero que tengo en realidad. “Si miente, tendrá un grave problema”, advierte. En una ventanilla, otro oficial me estampa en el pasaporte el sello de salida de Pakistán. Antes de cruzar la frontera, una sanitaria me suministra dos gotas de la vacuna contra la polio en la lengua. No hay otra opción, es requisito fundamental para salir del país. En cambio, no hay control alguno sobre el coronavirus.  

Para llegar al lado afgano de la frontera, hay que recorrer un largo pasillo de rejas con techado de plástico. También hay poca gente: alguna que otra familia y hombres que cargan grandes bultos y parecen viajar solos. Al final del pasillo, un joven vestido con el uniforme del ejército afgano y que no tiene cara de talibán me revisa el pasaporte, el carnet de prensa y la autorización del ministerio talibán de Información para poder entrar en el país. Apunta en una libreta mi nombre y el nombre de mi periódico, y me deja pasar. Unos metros más allá otro joven que habla inglés y tampoco parece talibán a simple vista hace lo mismo y toma fotografías de mis documentos. Ninguno de los dos me pide el visado afgano –que en teoría es condición indispensable para entrar en el país-, ni me sella el pasaporte, ni me pregunta nada sobre el coronavirus. Ya estoy en territorio afgano.  

El paso de Torjam, en la frontera entre Pakistán y Afganistán.

En el año 2000, cuando los talibanes también estaban en el poder, hice por primera vez este trayecto. Tardé ocho horas para recorrer los 230 kilómetros que separan la frontera con Kabul, la capital afgana. Entonces la carretera era una vía llena de socavones, sin casi pavimento y con cráteres abiertos en la calzada a causa de la guerra. En algunos tramos había niños armados con palas que se dedicaban a rellenar los socavones con tierra para que los conductores les lanzaran una propina por la ventanilla del vehículo.

Este martes he hecho el mismo trayecto en la mitad de tiempo: cuatro horas. La carretera está ahora perfectamente asfaltada, tiene una línea discontinúa pintada en la calzada que marca el doble sentido de la vía –algo que no he visto en ninguna otra carretera en Afganistán-, e incluso cuenta con señales de tráfico que, por ejemplo, indican el límite de velocidad y que, evidentemente, nadie respeta. También hay niños en algunos tramos, pero ahora se dedican a recoger las botellas de plástico vacías que tiran los conductores desde los vehículos para después venderlas. Según los afganos, la carretera que une Torjam con Kabul es la mejor del país. No hay otra igual. Se arregló en las últimas dos décadas con el dinero de la comunidad internacional. Ahora es otra herencia que se quedan los talibanes.

En el camino hay controles talibanes. Son fáciles de identificar porque una gran bandera blanca ondea a pie de la carretera y milicianos con Kalashnikovs detienen uno por uno a todos los vehículos. El conductor del vehículo en el que viajo yo, en cuanto ve un control en la lejanía, se coloca en la cabeza el pequeño gorro blanco de ganchillo que los musulmanes acostumbran a utilizar para rezar y me pide que yo me me cubra con un burka. Los talibanes nos dejan pasar fácilmente sin registrar el vehículo, ni hacer preguntas. Ni tan siquiera el control es más exhaustivo en la entrada a Kabul.

La bandera blanca talibán también ondea en las antiguas bases del ejército afgano y en muchas tiendas que están a pie de la carretera. Es difícil saber si sus propietarios realmente apoyan al nuevo régimen o la han puesto para curarse en salud. En 2001 muchos comerciantes colocaron en sus tiendas la fotografía del líder muyahidín Ahmad Sha Masud, después de que los muyahidines ayudaran a Estados Unidos a hacer caer el régimen talibán y se convirtieran en los nuevos gobernantes del país a pesar de haber cometido crímenes de guerra en el pasado. Porque si una cosa saben hacer muy bien los afganos es adaptarse para sobrevivir.

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